Pregon de Navidad 2022

Parroquia Castrense de santo Domingo.

Cartagena, 16 de diciembre de 2022

Pascual Saorín Camacho, Párroco del Sagrado Corazón de Jesús (barrio de san Diego).

Queridos amigos:

Permitidme que os llame amigos y que deje a un lado el formalismo y protocolo para otro tipo de discursos; porque el anuncio que os traigo esta noche tiene forma de pregón. Un pregón no es un discurso, ni una homilía ni un sermón; tampoco es una clase magistral o una conferencia; Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, un pregón es la “promulgación o publicación que en voz alta se hace en los sitios públicos de algo que conviene que todos sepan”. También es definido como un “discurso elogioso en que se anuncia al público la celebración de una festividad y se le incita a participar en ella”; o una “alabanza hecha en público de alguien o algo”.

 

Sin duda a todos nos convine ser conscientes del calado que tiene proclamar que Dios no está en un cielo arcano, sino que viene a nuestra historia y quiere hacerse carne en todas y cada una de nuestras vidas, aquí y ahora. Porque si celebramos que Dios nace en un pesebre sucio y mal oliente, ¿Cómo no va a ser capaz de nacer en nuestras vidas llenas de pecados, infidelidades, miserias y oscuridad?

 

Este anuncio debe provocar en nosotros una profunda alegría; tanta, que hemos de hacer fiesta e invitar a todo el mundo a que participe de tan maravilloso acontecimiento, sobre todo dando gracias y alabando a Dios por hacerse uno de los nuestros para ganarnos a todos. No sé a vosotros, pero a mí me conmueve profundamente tener esta fe, sentir esta presencia tan real: la de un Dios que se hace niño para despertar en la humanidad lo mejor de sí misma. Un Dios que ya de mayor nos invitará a llamarle “amigo”, palabra que supera, desborda y deja en ridículo tantas otras repletas de títulos y dignidades que sirven más para separarnos que para unirnos.

 

Esta noche vengo a intentar representar con mis palabras uno de los acontecimientos más importantes de nuestra historia: el nacimiento de Jesucristo, su entrada en nuestro mundo y en nuestra historia a través de la fe y la humanidad de María. No es este un anuncio nuevo; lo escuchamos todos los años. Lo hacemos tanto que puede haberse convertido en algo rutinario, tal vez en un formalismo que hay que adornar con alguna novedad para ser originales, usando para ello, por ejemplo, la nueva voz del último cura que os ha sido enviado a Cartagena; en este caso un servidor. Pero como podéis ver, ni yo soy un ángel, ni vosotros unos pastores que pasan la noche al raso cuidando del ganado. ¿Cómo evitar que entre la multitud de eventos navideños este pregón derive en un acto meramente estético, en el mejor de los casos entretenido, pero que en el fondo nos siga dejando indiferentes? ¿Cómo evitar que esta noche no caigamos en un postureo formal y aparente que en nada afecte a nuestro ser más íntimo? La única forma que conozco para ello es ponerme en las manos de Dios, pedir al Espíritu Santo que guíe mis palabras y que a vosotros os abra los corazones para que su Palabra resuene de forma nueva y transforme nuestras vidas.

 

Con esa Palabra quiero empezar. ¿Cómo si no podría ser un verdadero pregón si no partimos de la Palabra de Dios? Mis parroquianos ya van tomando nota de una de mis manías: tener dos biblias en casa: una bonita para rezar con ella entre las manos, y la otra barata para poder sobarla: escribir sobre ella, subrayarla y marcar las palabras y los textos que os lleguen al corazón. Os doy así un primer consejo: si no tenéis una biblia en casa, pedídsela a los Reyes Magos, y si la tenéis, compraos otra barata para trabajarla; buscad un taller o grupo de Biblia (en mi parroquia ya hay uno) y empapaos de la Palabra que puede iluminar y transformar vuestras vidas.

 

Pero escuchemos directamente esta Palabra. Cerremos los ojos por un momento y pensemos en la escena que san Lucas compone de forma magistral:

“Había en la misma comarca unos pastores, que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño. Se les presentó el ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvió en su luz; y se llenaron de temor. El ángel les dijo: «No temáis, pues os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor; y esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre.» Y de pronto se juntó con el ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios, diciendo: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace.» Y sucedió que cuando los ángeles, dejándoles, se fueron al cielo, los pastores se decían unos a otros: «Vayamos, pues, hasta Belén y veamos lo que ha sucedido y el Señor nos ha manifestado.» Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca de aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto, conforme a lo que se les había dicho.”  Lucas 2, 8-20

 

Como en el evangelio que acabamos de escuchar, hay en esta ciudad algunas personas que también duermen al raso. En la puerta de mi parroquia hay más de uno. Cuando los ángeles de Dios anuncian el nacimiento del Mesías no se fueron al palacio de Herodes; ni tan siquiera al laboratorio de los Magos o astrónomos de Oriente. Ellos sólo tuvieron como señal una estrella. Los ángeles sólo van a los que “duermen al raso”. ¿Qué significa dormir al raso? Lo podemos entender en sentido literal. Ciertamente dormir al raso a veces provoca encontrarte con ángeles. Es una experiencia que os recomiendo tener alguna vez en la vida. Yo la tuve en Madrid, quedándome a dormir a las puertas de la estación de Atocha para experimentar y vivir de forma testimonial la cercanía a los pobres.

 

No he pasado más miedo en mi vida. Incluso en mi época de scout he dormido en tiendas de campaña en la montaña, pero al raso, era la primera vez que lo hacía. Allí descubrí el postureo en el que caíamos algunos movimientos sociales con acciones como esta. En aquella época yo era capaz de dormir en la calle, sí, pero sabiendo que al día siguiente lo haría en una cama caliente con la medalla puesta de haber participado en un gesto solidario. Fue un mendigo quien hizo de ángel aquella noche, cogiéndome de la mano y llevándome donde otros ángeles daban café y magdalenas a los pobres; eran jóvenes universitarios de una ONG. Los mendigos de Madrid no estaban con nosotros, sino con ellos. Fueron algunos ángeles mendigos los que me dijeron con dureza, pero también con dulzura, que dejara de hacer el mamarracho; si quería realmente servir no debía optar por los pobres, sino por la pobreza como valor evangélico; ese bendito valor que te hace libre y no esclavo de las posesiones materiales o espirituales que vas acumulando a lo largo de la vida.

 

Hoy hay mucha gente que duerme al raso, y no sólo en la calle. Se duerme al raso cuando no hay nadie que te cubra con su ternura: en la soledad de las residencias de ancianos, en el fracaso de un matrimonio roto al que sólo le queda la apariencia porque está vacío de amor; en el fracaso de unos hijos a los que no hemos sido capaces de transmitir nuestros valores; al raso de una vida anodina, rutinaria que hemos de disimular y maquillar para no reconocer que somos náufragos a la deriva. Al raso de una doble vida, de la desnudez a la que la verdad nos somete cuando somos sinceros con nosotros mismos en la soledad de nuestra habitación, cuando nadie nos ve llorar o no somos capaces de hacerlo aún queriendo, por falta de sensibilidad o valor para ello.

 

Por eso los pastores se llenan de temor. La presencia de Dios, cuando es real y no una proyección de nosotros mismos, un espejismo o incluso un engaño del maligno, siempre produce temor. Lo tuvo Abraham cuando Dios le pide dejar la seguridad de su aldea; Moisés ante la zarza que ardía sin consumirse; David cuando tuvo que enfrentarse a Goliat; Jeremías cuando es consciente de sus límites como hombre; María cuando le visita Gabriel o los pastores de Belén.

 

Tener miedo ante la presencia de Dios es una buena señal; un síntoma positivo de que lo que estamos viviendo viene de Dios y no de nosotros mismos. ¿Sentimos miedo cuando tocamos algo sagrado? ¿Tememos en nuestras celebraciones o más bien a veces nos embarga una satisfacción inconfesable cuando nos sentimos protagonistas de algún evento religioso? ¿Buscamos el reconocimiento y caemos en la autocomplacencia usando para ello nuestras cofradías, agrupaciones o servicios eclesiales? Si es así, ¡cuidado! Eso no es de Dios. Lo que es de Dios es sentir temor cuando se nos acerca; no un temor paralizante (que sería el simple miedo), sino ese nudo en el estómago y en el alma que ciertamente nos encoje, pero para dar un salto más alto.

 

La respuesta de Dios ante ese temor siempre es la misma: “no temáis”, dicen los ángeles a los pastores. “No temas”, dice siempre Dios cada vez que se nos aparece para dar un giro a nuestras vidas. Porque lo que dinamiza el temor y lo transforma en amor, es la alegría. Por eso, con mucho acierto, al tercer domingo de adviento le llamamos “domingo de gaudete” o “domingo de la alegría”. Ciertamente la alegría es el termómetro que mide la calidad de nuestra fe. ¿Vivís una fe todavía anclada en el miedo o habéis sido inundados por la alegría del evangelio? ¿Vivís vuestra experiencia de Dios de forma liberadora o más bien vivís atados todavía a las terribles imágenes de Dios, oscuras y sombrías que la Iglesia ha promovido en el pasado, muchas veces como una forma de tener dominadas las conciencias, provocando escrúpulos innecesarios y psicologías frágiles que fueran fáciles de manipular?

 

Pero los ángeles no son unos simples humoristas que entretienen; ellos llevan un mensaje que cobra vida en una señal. La experiencia de Dios siempre apunta a un signo concreto y palpable, a un hecho histórico innegable y tangible. En este caso, los ángeles nos remiten a un pesebre en el que encontraremos a un niño envuelto en pañales. Lo sorprendente es que tienen la desfachatez de anunciar que ese niño nacido en la indigencia es nada más y nada menos que el Salvador, el Cristo, el Mesías, el Señor.

 

Acostumbrados como estamos a buscar a Dios en custodias cada vez más engoladas, en celebraciones cada vez más barrocas, en liturgias cada vez más ahumadas de inciensos o enredadas en puntillas de estilo rococó, uno se pregunta si seremos capaces de encontrar a Dios debajo de tanto ropaje innecesario cuando lo único que le cubrió en el pesebre y en la cruz fue un pañal o una pequeña tela de lino para cubrir sus vergüenzas.

 

Hoy rebrotan movimientos religiosos de tipo intimista que imitan posturas más propias de otras épocas. Algunos cristianos lo expresan sin pudor; otros no se atreven a decirlo en voz alta, pero lo piensan: no son pocos los que creen que el Concilio Vaticano II fue un accidente, un exceso que se pasó de frenada, una deriva que ha provocado los males que hoy tenemos… No son pocos los que hoy día tratan de subsanar esa especie de herejía pastoral volviendo a estilos y liturgias más propias del siglo XIX, cerrando la Iglesia ante el acoso del pensamiento laicista, cavando trincheras y enrocándose en posturas de corte tradicionalista.

 

Pero, ¿No hemos pensado que si cerramos la Iglesia al mal corremos el peligro de que ese mismo mal lo tengamos ya dentro y no le dejemos salir? ¿Cómo explicar, si no, los escándalos que se han generado dentro de nuestra amada Iglesia y que lejos de ser gestionados de forma sincera se han metido bajo la alfombra? ¿No se han generado esos escándalos precisamente al tratar de cubrir la Iglesia en lugar de ponerla desnuda ante el Dios que viene también desnudo a nuestro encuentro?

 

Pesebre, cruz y mesa fraterna del cenáculo están hechos de un mismo material: la madera. No de una madera fina, sino de una sencilla que esconde su valor no en el exotismo de su procedencia, sino en la nobleza de las manos obreras que la forjaron. Cristo, el Señor, desnudo en el pesebre, nos está convocando a darle gloria con la sencillez de los pastores de Belén. Dios no quiere que te engalanes para él, sino que te presentes tal y como eres, porque te quiere tal cual eres aunque te sueñe de otra manera.

 

Sólo desde este encuentro sencillo y sincero es posible entonar ese maravilloso cántico del Gloria. Sí, gloria a Dios en el cielo, pero también paz a los hombres en los que Dios se complace. Gloria y Paz van de la mano en la navidad y no se pueden dar la una sin la otra sin caer en la hipocresía. San Ireneo decía que la gloria de Dios es que el hombre viva. Dios se complace en eso, en que sus hijos tengan vida y la tengan en abundancia. ¿Somos una Iglesia que da gloria a Dios trabajando por la paz en nuestra sociedad y en nuestro mundo? ¿Hay paz en nuestros corazones o nos hemos rendido al rencor, la envidia o el odio?

 

A Dios no se le da gloria mediante una religión alejada de la vida. Buscamos la paz interior, pero nos olvidamos de que esta paz sólo es auténtica cuando la buscamos con toda la humanidad, incluso con los que nos persiguen. La paz de Dios nos lleva a construir puentes, no muros ni alambradas. La paz supone entender la doctrina como un camino abierto hacia la verdad, no como una frontera que sólo pueden pasar los que tienen los papeles en regla. Siendo sinceros, ¿Quién tiene todos los papeles en regla para estar en paz con Dios?  ¿Quién está libre de pecado para apedrear a los demás? ¿No somos todos nosotros un atajo de pobres hombres y mujeres que nos arrastramos con nuestros pecados a cuestas tratando de vivir el amor y el perdón de Dios? ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a los demás porque no sean como nosotros?

 

Un pesebre es un lugar abierto. Al no tener nada de valor no necesita protección, ni alarma ni guardias de seguridad… cualquiera puede ir y ver; cualquiera puede encontrarse con el Señor porque Dios se ha hecho un niño pobre para que cualquiera, insisto: “cualquiera”, pueda tener la oportunidad de dejarse impregnar por su paz y darle gloria. Hoy contemplamos con tristeza iglesias cerradas, con alarmas y horarios de oficinas; sacerdotes que nos molestamos si nos llaman a deshoras; horas de despacho y oficina fuera de las cuales la gente no tiene acceso a lo sagrado. A lo sumo y con dificultad tenemos capillas de adoración perpetua, pero ¿Quién adora al Dios que vive en la calle, en los inmigrantes, en los mayores abandonados en los asilos, en los niños que dejamos en manos de los teléfonos móviles, la televisión o las video consolas mientras los padres se relajan?

 

¡Qué fácil es dar gloria a Dios en la pomposidad de los templos, de los belenes artísticos o de las majestuosas procesiones! ¡Qué difícil es salir desnudos para construir la paz en un mundo cada vez más polarizado, donde los políticos se faltan al respeto continuamente o los cristianos vivimos en nuestros reinos de taifas, cada uno con su grupo, movimiento o parroquia como compartimentos estancos en lugar de como verdadera fraternidad!

 

Si no salimos al encuentro de Dios que nace en los lugares más miserables de Cartagena, siento deciros que nos podemos pasar toda la vida viviendo como cristianos formalmente, pero sin haber sido capaces de experimentar la verdadera alegría del encuentro con Dios que se hace pobre para enriquecer nuestras vidas. Tenemos el ejemplo de la Virgen María, a quien tanto veneramos en esta ciudad. Podemos imaginar su sorpresa y desconcierto al verse rodeada de tanta gente en aquella oscura noche. Unas horas antes todos les habían cerrado las puertas; pero al nacer Jesús y romper la noche con su llanto, ese llanto, el llanto de un niño pobre nacido en la miseria, despierta las conciencias del pueblo de Belén y hace que todos sus vecinos se lancen en masa a venerar la vida a la que han obligado a nacer como un mendigo. Entonces, de repente, lo que hasta ese momento había sido una sucia cuadra o una oscura cueva se convierte en el portal de Belén, es decir, en el icono desde el cual Dios nos dice “te quiero” con la primera y más terrible voz de la que la humanidad es capaz: el llanto.

 

¿No es ese portal nuestro corazón? ¿No somos nosotros los que vivimos parapetados en nuestros mundos opacos, tristes, egoístas y preñados de miedo a perder lo que sabemos que amasamos y acaparamos en la vida sin ser nuestro? Pues en ese corazón oscuro y tenebroso es donde nacerá el Señor. Por eso, al igual que aquellos pastores fueron al encuentro de Cristo pobre, nosotros hemos de salir también de nuestra comodidad y buscar a Dios que viene a nuestro encuentro. Porque lo alternativo es elegir la vida segura y sedentaria de Pilatos; el palacio desde el que ver pasar la vida sin salir a los caminos, sembrando muerte por miedo a perder los derechos adquiridos en cunas de oro y seda.

 

Busquemos esta Navidad a Cristo cada uno en su ciudad. Nosotros lo haremos en Cartagena que es la nuestra, la que amamos y veneramos por su fidelidad milenaria a la fe en Jesucristo; por ser, si no la primera, una de las primeras Iglesias de España, madre y germen de una fe que ha dinamizado nuestra historia y constituido lo que somos.

 

Pero no nos quedemos sólo en la hermosa Cartagena que uno descubre en las engalanadas y reconstruidas calles céntricas preparadas para los turistas que vienen en cruceros; hemos de mirar también a esa otra Cartagena de solares milenarios donde se agolpa la basura y los roedores; a esa Cartagena repleta de viejas casas semi derruidas, ocupadas por los nuevos pobres de hoy; a esa Cartagena de pobreza oculta y vergonzante que hace cola para recoger la comida de Cáritas o pasea sus penas con las manos extendidas por las terrazas de los bares… Miremos, paseemos y contemplemos también esa Cartagena de tramoya escondida tras las fachadas de las tiendas y restaurantes concurridos, porque es el lugar que Dios ha elegido para nacer. Darle la espalda a esa realidad, a las injusticias sociales, a los descartados, a los emigrantes o gentes sin techo que hacen de Cartagena su última estación, es darle la espalda al Señor por muchos pregones que hagamos o belenes que construyamos. Y no se trata de sentir lástima y llenarnos las manos de obras puntuales de caridad para lavar nuestra conciencia. Se trata, sobre todo, de convertirnos, de cambiar nuestro estilo de vida trabajando por el bien común y la reconstrucción de una economía puesta al servicio de los más desfavorecidos, donde nuestros talentos sean usados para hacer más fácil la vida de los demás en lugar de para enriquecernos acumulando riquezas que no nos llevaremos de este mundo.

 

Que esta Navidad sea diferente. Tras los momentos tan duros y terribles que la pandemia nos ha hecho pasar, renovemos nuestra fe adormecida y acomodada, renovando la ilusión por la solidaridad, la justicia social y la lucha por la dignidad de las personas. Que Dios nazca en nuestros corazones como nació en Belén. Que él venga a nuestras vidas y nos conduzca hasta su reino de Justicia y de paz. Con este último anhelo, os deseo a todos una Feliz Navidad.

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