Oración por la Unidad de los Cristianos 2023

Haced el bien; buscad la justicia (Isaías 1 ,1-17)

HOMILÍA

Reunidos esta noche en el nombre del Señor, imploramos la ayuda del Espíritu Santo para que esta asamblea sea un signo del amor de Dios en nuestra ciudad. Venidos de diferentes tradiciones religiosas, todos los que estamos aquí sentimos al mismo tiempo dos sentimientos contradictorios: por un lado, la vergüenza de presentarnos ante el mundo divididos, rezando en nuestros propios templos como si estos fueran compartimentos estancos que vacían de sentido nuestras plegarias. Pero por otro lado, también sentimos la necesidad y la inquietud de salir al encuentro del hermano, de conocerle y de crear con él lazos de amor.
¿Quién si no el Espíritu Santo está detrás de esta inquietud? Por ello, habiendo pedido perdón por nuestras divisiones, es hora de comenzar a tejer un manto de unidad. No una prenda uniforme y monocromo, sino hilvanada con diferentes colores, tonos y dibujos.

 

Si estamos aquí esta noche es porque intuimos que Dios puede ayudarnos a transformar la división en una oportunidad para vivir la unidad en la diversidad. Como el profeta Isaías dice en el texto que este año se ha elegido como inspirador de nuestro encuentro, no podemos alzar las manos sin más; nuestras liturgias no son agradables a Dios si éstas no van preñadas de obras de misericordia y de la búsqueda de la justicia. Deberíamos profundizar en este texto que este año se nos propone como una forma de ahondar en el anhelo que Jesucristo proclama en el discurso de la última cena: “Que sean uno, como tú y yo somos uno”. Y no es esta una unidad endogámica, sino misionera; porque el motivo de ser uno es facilitar la fe en el mundo; ser uno para que el mundo crea, porque ¿Hay algo más contradictorio que presentarse en nombre de Jesucristo cuando entre nosotros mismos y a veces dentro de las propias Iglesias y tradiciones hay división?

 

Isaías tiene en su libro muy pocas referencias a las injusticias concretas. Como profeta, a él le interesaban las causas. Lo primero que debemos reconocer, es que el propio libro de Isaías no es obra de una única mano, sino la obra coral de una escuela que bebe de un profeta. En realidad, la Palabra de Dios también es una obra coral, tejida a varias manos y nutrida de diferentes tradiciones. Nosotros no creemos en la Sagrada Escritura como un libro dictado por un Dios arcano, sino inspirado desde lo más hondo de la humanidad. La Palabra de Dios es así también palabra humana. En esta Palabra que nos une a los cristianos encontramos así una inspiración extraordinaria para vivir nuestras distintas sensibilidades, más como una riqueza que como un elemento distorsionador.

 

La unidad de los cristianos no sólo se forma en las discusiones teológicas, sino sobre todo en las acciones conjuntas que como vecinos y amigos podemos hacer. Sin justicia y coherencia en nuestras propias iglesias, será imposible la unidad. Por ello, el primer paso para ser uno es la conversión al Señor. Ello supone una renovación de nuestro bautismo, un único bautismo reconocido por todas las confesiones. De este bautismo sigue manando el agua que nos purifica para emprender dos grandes trabajos: el aprendizaje del bien y la búsqueda de la justicia, como nos recuerda Isaías.

 

El bien y la justicia no tienen confesión religiosa. Incluso los no cristianos y los no creyentes pueden compartir con nosotros estos valores. Todos sufrimos el mal; a todos nos repugna la injusticia. Aquí no hay confesión ni tradición que valga. En esto estamos todos a una. Por ello, es importante tratar de generar ámbitos comunes en los que colaborar por el bien y la justicia en nuestra ciudad y en nuestra sociedad, sumando incluso a personas no creyentes en esta tarea, buscando con ello la vivencia del Reino de Dios.

 

Es sugerente que Isaías nos hable de aprendizaje del bien y de una búsqueda de la justicia. Es decir, el bien no es sólo un valor, sino también una actitud que hay que aprender. Este aprendizaje supone la disciplina y la voluntad de acercarnos a la realidad.

 

Sin este acercamiento físico y real a la realidad, nuestros cultos estarán vacíos. Da igual que unos nos sentemos ante esculturas, otros ante iconos u otros entonen himnos y cánticos inspirados; si no aprendemos a hacer el bien, todo ello no hace más que repetir la hipocresía del viejo fariseísmo. Aprender a hacer el bien supone salir de nuestros templos, o mejor, prolongar nuestros templos hasta las calles, plazas, residencias o cualquier lugar donde el mal campa a sus anchas. Es necesaria así una formación en las estructuras sociales; es necesario formarnos mejor para que la cultura actual no distorsione o deforme nuestras mentes. Vivimos en una cultura que nos quiere en los templos. Incluso nos facilitan las actividades religiosas porque saben que un cristiano encerrado en un templo es alguien inofensivo; es un ser tibio incapaz de alzar la voz proféticamente contra el mal del mundo. Por ello hay que estudiar, indagar, cuestionarse, preguntar y escrutar la realidad. Una vez distinguido el mal que hay en ella, habrá también que aprender a organizar actividades o participar en las que ya existen para que nuestro mundo sea mejor. Ahí podemos encontrarnos todos, porque como ya hemos dicho, el bien no tiene confesión religiosa. Es bien para todos.

 

Por otro lado, Isaías nos habla de la justicia como un valor que hay que “buscar”. La búsqueda supone una salida; todos los grandes personajes bíblicos salieron de su pequeña aldea, de la seguridad de lo conocido para adentrarse en la espesura de la noche oscura. No lo hicieron por curiosidad o temeridad, sino por una llamada de Dios. Esa llamada Dios la sigue haciendo aquí y ahora. Como salió Abraham de Ur; como lo hizo Moisés de Egipto, David de Belén, Jesús de Nazaret o los discípulos de sus aldeas… nosotros hemos de salir también de la seguridad de nuestras iglesias. No se trata de ponerlas en duda ni de rechazarlas, sino de integrarlas, asumirlas y prolongar lo que ellas nos dieron en los caminos de la historia.

 

Ser creyente es ser un peregrino, un buscador. No somos aventureros, sino aventurados. El ecumenismo es también parte de esa búsqueda. No es sólo un objetivo humano, sino un camino trazado por el Espíritu; y el Espíritu siempre nos sorprende; nunca sabemos lo que nos tiene preparado. Buscar la justicia supone reconocer que nuestro sentido de lo que es justo o injusto no es lo único; que existe una Justicia divina mucho mayor que la nuestra y que esta se realiza a través de procesos, a veces largos y penosos, por la defensa de la dignidad del ser humano desde su concepción hasta su muerte natural, pasando por su infancia, juventud, vida laboral y senectud, incluyendo los momentos de salud y enfermedad. La justicia es una aspiración que ha de estar siempre en nuestro horizonte. Es un horizonte abierto, no cerrado como a veces lo han sido nuestras confesiones religiosas.

 

Injustas son las guerras en las que hermanos de una misma confesión se matan. Injusta es la indiferencia ante todo lo que no entre dentro de nuestros criterios. Injustos son los rezos que acallan el clamor de las personas que sufren en lugar de avivar sus voces para que un mundo sordo y ciego pueda escucharlos y verlos. Creer y celebrar al margen de la justicia convierte a nuestra religión del amor en una comunión de sectas, en compartimentos estancos que terminan por corromper el agua del Espíritu al intentar acapararla en lugar de dejarla fluir para que riegue el mundo. ¿Cómo evangelizar a los que no conocen a Jesús si llevamos a la espalda estas actitudes?

 

Os emplazo a encontrarnos en la práctica del bien y en la búsqueda de la justicia. Nuestros teólogos encuentran cada vez menos razones para justificar lo que nos divide porque en el fondo, la mayoría de ellas nacen por cuestiones políticas y económicas. La religión ha sido, a menudo, usada como el pretexto ideal para justificar enfrentamientos y luchas que únicamente buscaban el poder. El mal sabe que la religión tiene la capacidad de tocar hasta el fondo del alma; por eso es un arma de doble filo. En nuestras manos está reconducir la religión hacia el corazón del Señor, dejando que sea él, con la fuerza de su Espíritu, el que nos enseñe a practicar el bien y a buscar la Justicia que nos devuelva a los brazos del Padre Creador.

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