Pentecostés (Ciclo C)

Lectura del libro del Génesis (11, 1-9)
Toda la tierra hablaba la misma lengua con las mismas palabras. Al emigrar (el hombre)
de oriente, encontraron una llanura en el país de Senaar y se establecieron allí. Y se
dijeron unos a otros: “Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos.” Emplearon ladrillos en
vez de piedras, y alquitrán en vez de cemento. Y dijeron: “Vamos a construir una ciudad
y una torre que alcance al cielo, para hacernos famosos, y para no dispersarnos por la
superficie de la tierra.” El Señor bajó a ver la ciudad y la torre que estaban construyendo
los hombres; y se dijo: “Son un solo pueblo con una sola lengua. Si esto no es más que
el comienzo de su actividad, nada de lo que decidan hacer les resultará imposible. Voy a
bajar y a confundir su lengua, de modo que uno no entienda la lengua del prójimo.” El
Señor los dispersó por la superficie de la tierra y cesaron de construir la ciudad. Por eso
se llama Babel, porque allí confundió el Señor la lengua de toda la tierra, y desde allí los
dispersó por la superficie de la tierra.

 

Salmo responsorial: 103

Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!
Te vistes de belleza y majestad, la luz te envuelve como un manto. R.
Cuántas son tus obras, Señor, y todas las hiciste con sabiduría;
la tierra está llena de tus criaturas. R.
Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo;
se la echas, y la atrapan; abres tu mano, y se sacian de bienes. R.
Les retiras el aliento, y expiran y vuelven a ser polvo;
envías tu aliento, y los creas, y repueblas la faz de la tierra. R.

 

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,22-27)
Hermanos: Sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con
dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del
Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la
redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza
que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando
esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia. Pero además el Espíritu
viene en ayuda de nuestra debilidad, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos
conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el
que escudriña los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por
los santos es según Dios.

 

EVANGELIO Juan 7, 37-39
El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, en pie, gritaba: “El que tenga sed,
que venga a mí; el que cree en mí, que beba. Como dice la Escritura: de sus entrañas
manarán torrentes de agua viva. Decía esto refiriéndose al Espíritu que habían de recibir
los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido
glorificado.

 

HOMILÍA
Nos encontramos posiblemente ante una de las solemnidades
menos valoradas del calendario litúrgico, tal vez por la vorágine
sacramentalista (bautizos, comuniones, bodas) de estas fechas
primaverales y el cansancio acumulado después de un intenso año
pastoral. Si contamos las fiestas dedicadas a la Virgen, o aquellas que
tienen como titular a Cristo, e incluso las de algunos santos, nos
daremos cuenta de la desproporción que existe a la hora de celebrar los
misterios de nuestra fe. En el misterio de la Trinidad adoramos a un
único Dios en sus tres personas diferentes. De las tres, quizá el Espíritu
Santo sea la persona divina más eclipsada en la espiritualidad cristiana.
Es importante recuperarla y visibilizarla, explicando su sentido y
tratando de vincularnos más estrechamente a su dinamismo de vida.
Porque el Espíritu Santo es la PRESENCIA DE DIOS ACTUANDO en
nuestras vidas, aquí y ahora.
Las mismas lecturas de Pentecostés, que pone punto final al
tiempo de Pascua, son un claro ejemplo de la importancia de esta
celebración. El hecho que podamos contar con varias opciones para la
liturgia no hace más que reforzar esta solemnidad. Mirando las lecturas
por encima y tratando de ahondar en algunos de sus detalles, propongo
hacer un breve recorrido por esta Palabra, “masticando” su sentido y
tratando de encontrar el común denominador que recorre los textos.
No deja de ser curioso que la primera lectura de la vigilia de
pentecostés sea la de la torre de Babel. ¿Qué tiene que ver el Espíritu en
esta historia tan curiosa? Aparentemente nada, pero al escuchar esta
lectura no podemos evitar emparentarla con el acontecimiento de
Pentecostés que repara el despropósito de Babel. Si en la lectura del
Génesis, el orgullo humano por llegar al cielo termina con la confusión
de lenguas y la dispersión de la humanidad, en Pentecostés
encontramos la antítesis: es decir, la capacidad de una pequeña, débil y
temerosa comunidad para hablar todas las lenguas del mundo, llegando
a forjar una unidad cuya riqueza es la pluralidad, no la uniformidad
que pretendía el proyecto de Babel. Hay algunos detalles dignos de
mención. Por ejemplo: no es la humanidad la que provoca la confusión
de las lenguas, sino que es el mismo Dios quien introduce esta variedad
idiomática que, aparentemente, divide y no une. ¿No será que Dios no
quiere una uniformidad que aniquile las riquezas y singularidades
particulares? ¿No está siendo un globalismo aniquilador de la
diversidad el culpable de que no vivamos una sana globalización basada
la interrelación cultural?La multiculturalidad es un gran error porque nos obliga vivir
juntos en un mismo espacio, pero sin conexión ni relación posible entre
unos y otros. La interculturalidad sí promueve esta unión desde la
riqueza de la diversidad puesta al servicio del bien común universal.
Efectivamente, el peligro de la humanidad, no sólo en Babel sino
también hoy en día, es confundir la unidad con la uniformidad. Este es
uno de los riesgos del globalismo ideológico que no respeta las
diferentes culturas con sus idiosincrasias particulares, pretendiendo
imponer a nivel global una única forma de pensar, vivir e incluso crear.
Si hablar una misma lengua lleva a la prepotencia y estupidez de
creerse dioses, Dios no puede más que crear y promover la diversidad
de lenguas como antídoto ante la tiranía de una única cultura
dominante. Esta diversidad, lejos de buscar la división, lo que supone
es una garantía para la verdadera unidad.
Ser diferentes no tiene por qué promover la división. La diferencia
es un espacio abierto para que lo plural se encuentre y se armonice sin
perder la propia identidad. Es un movimiento que busca la unidad, sí,
pero no a través de la uniformidad, sino desde el respeto a lo particular,
por pequeño que sea. Una sola lengua que se pierda en la tierra supone
una gran pérdida para toda la humanidad, pues con ella se pierden
también visiones, sabores y apreciaciones únicas que no están
presentes en otras lenguas.
Recordemos que los discípulos, embriagados del Espíritu en
Pentecostés, no hablan una misma lengua. Es decir, Dios no devuelve la
humanidad al momento anterior a Babel, sino que hace que cada uno
pueda entender y ser entendido por los demás a pesar de hablar en
lenguas diferentes. Es decir, no se trata de que Iglesia hable un único
idioma (sea el arameo, hebreo, griego, Latín…) sino de que sus
miembros sean capaces de superar su propia lengua para abrirse a las
de los demás, no individualmente (no todos tenemos que hablar todas
las lenguas) sino como comunidad unidad por un mismo Espíritu. Por
ello, cuando Jesús se aparece ante sus discípulos y les insufla su
aliento, el efecto inmediato es el envío misionero para predicar el
Evangelio en toda la tierra. Esto supone la superación de la estrechez
de la propia aldea, incluyendo la cultura, con su máxima expresión, el
idioma.
Cuando en lugar de ladrillos o alquitrán usamos los medios
naturales, aunque sean piedras o cemento, el edificio que construimos
no es una torre a lo alto, sino una casa a lo ancho para que quepan
todos, sin situarnos unos por encima de los otros. Este es uno de los
primeros efectos de Pentecostés. Sólo el aliento de Dios puede hacer
posible este milagro. Es un aliento bello, porque Dios se viste de belleza,
como reza el salmo, no sólo de un saber meramente científico.La
sabiduría es uno de los siete dones del Espíritu, más
importante que la razón; el sabio es quien razona también desde el
corazón, no sólo desde un cerebro científico-técnico. Sin el aliento de
Dios no es posible la vida. Quizá sea posible tener un cuerpo, un
sistema, una idea o un proyecto, pero nada de ello es factible sino hay
vida dentro.
Al igual que Dios insufló su aliento (su Espíritu) en la boca de
Adán y éste comenzó a vivir, Jesús insufla su aliento en otro cuerpo de
barro, muerto de miedo y encerrado en sí mismo: La Iglesia. La primera
comunidad que se reúne tras la ascensión tenía ciertamente una
pequeña e incipiente estructura, pero no había vida dentro de ella. Es el
Espíritu el que enciende lenguas de fuego capaces de abrasar la
humanidad con palabras de vida. De repente, ese cuerpo inerte se
convierte en un cuerpo ardiente: el cuerpo místico de Cristo animado
por el Espíritu Santo. ¿Cuántas iglesias tienen hoy todos los elementos
necesarios para hacer su función, pero adolecen del aliento de vida que
sólo el Espíritu puede dar? ¿Cuántas iglesias viven todavía encerradas
en el miedo, espantando las lenguas de fuego que buscan cabezas y
corazones para encenderlos de amor? Hoy más que nunca necesitamos
un renovado Pentecostés en la Iglesia para dejar atrás el miedo, superar
la burla de los que nos creen ebrios o locos y proclamar sin miedo en
todas las lenguas la alegría del Evangelio.
Como dice san Pablo, poseemos las primicias del Espíritu y
gemimos aguardando la venida del Señor. El Espíritu es quien refuerza
nuestra debilidad en esta espera, para que la esperanza no se convierta
en pasividad, sino en un dinamismo creador de posibilidades. Hoy más
que nunca hemos de rezar: “Envía Señor tu Espíritu y renueva la faz de
la tierra”. Porque esta tierra necesita una profunda renovación y una
transformación urgente, aunque ello suponga la confusión de lenguas y
la dispersión que nos vacune contra la tragedia de un globalismo
monocolor ¿Cuantos sistemas económicos y sociales reproducen hoy en
día esa torre donde no es posible la singularidad, ni la libertad creativa?
Hemos de valorar en nuestras comunidades los carismas que el
Espíritu Santo da a cada uno, huyendo de líderes populista que todo lo
resuelven con una única receta, tan simplista como falsa.
No es posible que nadie pueda acaparar todos los dones del
Espíritu. Dios no da todos los dones a una única persona o a única
civilización, sino que los reparte entre todos para que nos hagamos
necesarios unos de otros, forjando así vínculos de unidad que expresen
de forma maravillosa el misterio trinitario de Dios, plural y único a la
vez.Para vivir una verdadera unidad en la Iglesia hemos de reconocer
y potenciar los diferentes carismas, tanto personales como grupales. No
hacerlo sería como robar colores al arco iris. Cada uno de nosotros
hemos de preguntarnos con qué dones hemos sido bendecidos y de qué
manera los estamos poniendo a disposición de la Iglesia y del mundo.
También hemos de luchar por poder aplicar esos dones sin repetir el
error de la torre de Babel, confundiendo la unidad con la uniformidad,
los dones con el orgullo y la filiación divina con el “derecho” a asaltar el
cielo en lugar de llamar humildemente a sus puertas. Carismas y
ministerios son así uno de los deberes pastorales más urgentes en la
Iglesia, sobre todo a la hora de “desclericalizarla”, pues es posible que el
carisma presbiteral esté impidiendo que se desarrollen otros carismas
laicales. Hemos de pasar del cura que lo hace y controla todo, al
presbítero siervo de la comunidad, al director de orquesta que enseña,
dirige y orienta, pero que no tiene por qué tocar sólo todos los
instrumentos.
Al igual que los discípulos con María recibieron la fuerza del
Espíritu, nosotros también recibimos a Cristo en cada Eucaristía tras
darnos la paz. Junto con esa paz, el primer gesto de Jesús es el de
soplar sobre nosotros para insuflarnos vida. La Eucaristía que
comulgamos es así como un aliento de vida que nos renueva. Sólo el
Espíritu es capaz de transformar nuestro pan y vino en el cuerpo y la
sangre del Señor. Eso también es Pentecostés. De esta forma, comulgar
es como recibir el aliento de Padre mediante el cuerpo del Hijo. ¿Qué es
esto sino el Espíritu Santo? Vivamos la presencia de Dios en nuestras
vidas a través de este Espíritu que va desplegando en la historia toda la
sabiduría divina. Dejémonos guiar por este Espíritu y seamos así
agentes de renovación en el mundo que nos ha tocado vivir.

 

Acción de gracias.
El viento sopla. Despliega las velas de tu barco.
Se enciende una llama. Acércate a su luz y calor.
Ponte bajo la cruz y abre tus manos
para recibir el aliento inextinguible
que transforma tu rendido barro
en una criatura nueva, creada y creativa,
a impulsos de la misma brisa
que en el principio acarició la nada
para que existiera en el todo.
Se abre paso una presencia inexplicable
que rasgan tus lógicas razones,
liberándote de la estéril cordura
que traviste tu cobardía en prudencia,
obligándote a dibujar cielos para unas aves
a las que antes arrebataste las alas.
Esa presencia es una boca sin mordaza
que exhala huracanes de paz incontenible,
abriendo puertas y haciendo caminos
que llevan a todas partes,
incluso hasta el interior de tu alma.
Y si hasta ella llega esa presencia,
tu lengua, otrora muda,
se abrasará en descarados gritos
que todo el mundo entenderá
sin dejar a nadie indiferente.
Libre ya de la uniforme tiranía de lo igual,
te sentirás único en tu diferencia,
indispensable presencia
en la singular pluralidad de lo uno,
y en la indescriptible belleza de la verdad
que inunda de bondad el universo.
Será el Espíritu que modela el viento
para que tus velas te lleven a todos los puertos.
Será la llama que se enciende a tiempo
Para que llenes de luz y calor tu mañana y tus recuerdos.

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