La Pascua
Desde la historia.
Muchos años antes del nacimiento del pueblo de Israel, las tribus de pastores nómadas que vivían en el llamado “medio oriente”, realizaban ritos mágicos y religiosos para protegerse de los peligros que entrañaba su trabajo. Entre esos ritos estaba sacrificar un cordero sin quebrarle un solo hueso, untar con su sangre la entrada de las tiendas, asar y no cocer (por falta de agua) el cordero, o celebrar las comidas con los vestidos propios de un nómada a punto de inicar la marcha (sandalias en los pies, bastón en la mano y correa a la cintura…etc).
Cuando los judíos dejan la esclavitud de Egipto han de arriesgar su vida cruzando el mar, adentrándose en el inhóspito desierto. Esta conquista de la libertad les hace acudir a los viejos ritos, dándones un sentido religioso. Los nómadas dispersos se constituyen en un pueblo libre que da gracias a Dios y recuerda su liberación a través de una fiesta que será celebrada con toda solemnidad todos los años; es la fiesta de la pascua o del “paso del Señor”: el paso de la esclavitud a la libertad (Ex 12,1-8.11-14). Casi con toda probabilidad, la llamada “última cena” de Jesús era la celebración de la Pascua judía, si bien Jesús le dio un nuevo sentido, destacando para ello dos de los elementos de ese ritual: el pan y la copa de vino.
Nueva Pascua: pasión, muerte y resurrección.
Jesucristo también quiere celebrar la “pascua”, pero no una pascua que recordara un hecho histórico o que conmemorara una libertad política. Para Jesucristo la Pascua no es un hecho del pasado, sino actual. El verdadero enemigo ya no será la esclavitud de Egipto ni de ningún otro imperio; el verdadero enemigo que esclaviza al hombre es el PECADO. Para “pasar” de la esclavitud del pecado a la libertad del amor, Cristo sabe que hay un único camino: el propio sacrificio, el sufrimiento por amor, la entrega hasta la muerte. Esto es lo que significa la cruz. Jesús hace una Pascua nueva. Egipto será desde entonces un símbolo del pecado, y la tierra prometida del reino de los cielos. El mar y el desierto que hay que atravesar para ser libres representarán el sufrimiento y la muerte. Jesús sabe que el hombre no puede hacer por sí mismo esta pascua; el ser humano no puede dar ese paso porque no tiene fuerzas. Eso lo vemos en la actitud de sus discípulos: hay quien traiciona, quien niega y quien huye. También hay quien queda hasta el final a los pies de la cruz (las mujeres y Juan). Jesús conoce la debilidad del hombre y por ello, asume que ha de ser él quien dé ese definitivo paso, quien haga esa eterna y definitiva Pascua: sacrificarse hasta la muerte por amor (leer Jn 18, 1-19.42).
Con su sufrimiento, Jesús representa el sufrimiento de toda la humanidad. Con su muerte se identifica totalmente con el ser humano. Dios no se hubiera hecho realmente hombre si no hubiera probado el sabor de la muerte. Con la resurrección, Cristo abre las puertas de la vida eterna a toda la humanidad y escribe un futuro de esperanza para todos los que creen en él. Este es el sentido de la nueva pascua, de la pascua que celebramos los cristianos en la semana santa en tres momentos claves: el jueves santo (día del amor fraterno y de la institución de la eucaristía) el viernes santo y el gran silencio del día siguiente (pasión y muerte de Jesucristo) y el domingo de resurrección (día de la victoria de la vida sobre la muerte). Pasar por estos tres días con Cristo hace presente en nosotros la salvación de Dios. Es un verdadero camino hacia la libertad.
La pascua en nuestra vida.
La libertad es una conquista. No nos referimos a la libertad externa, sino a la libertad interior. Hay personas que confunden la libertad con el libertinaje. Existe una libertad “de” y una libertad “para”. La libertad “de” hacer cosas corre el riesgo de manipular y usar las cosas, incluso a las personas, en beneficio propio. Esta libertad necesita de una libertad “para”, es decir una libertad orientada hacia unos valores que sean constructivos y dignifiquen la vida. El mero uso de una libertad ejercida sin valores nos despersonaliza, sustituyendo a Dios por otros “dioses”, actualizando así el pecado original del que muchas personas no acaban de liberarse. Celebrar la pascua es reconocer que vivimos aplastados bajo el peso de nuestras culpas y tener determinación para salir de esa situación atravesando mares y desiertos para entrar en la tierra de la verdadera libertad. Es un viaje que dura toda la vida, pero un viaje necesario e imprescindible para nuestra felicidad.
Ese viaje no lo hacemos solos. Cristo abre camino. Sabemos que para conquistar la libertad habrá que sufrir e incluso morir, pero también sabemos que ni tan siquiera en la soledad, en la traición o en la muerte estamos solos. Cristo ha “pasado” por esas experiencias, conoce nuestro dolor y sufrimiento y desde el interior de ese dolor y sufrimiento nos tiende la mano para salvarnos.