Fiesta del Corpus Christi (Ciclo A)

HOMILIA

¿Qué sentido tiene celebrar la fiesta del cuerpo y la sangre de Cristo?
¿No celebramos ya el Jueves Santo la cena del Señor, la institución de la Eucaristía y el día del amor fraterno? La solemnidad del Corpus no trata de repetir lo celebrado en semana santa, sino de hacernos caer en la cuenta de la singularidad, novedad y radicalidad de Jesús de Nazaret a la hora de vivir la religión. Fiestas como estas nos ayudan de un modo especial a no repetir errores del pasado; a no convertir nuestra fe en un puñado de creencias y ritos desconectados de la vida, siempre en referencia al un Dios al que pensamos siempre en los cielos, ausente; demasiado “divino” como para mancharse con nuestro barro.

Nuestros hermanos de religiones cercanas a la nuestra, como el judaísmo o el islam, se debaten todavía en esta tesitura. Su intuición es acertada en cuanto que apuntan al Dios único, eterno y celestial, pero bajo nuestro punto de vista son religiones que se quedan a medio camino al no reconocer que Dios está en medio de nosotros, no solo de una forma simbólica o puramente espiritual, sino también material y real, tan real como lo son un cuerpo con su sangre entregado y sacrificado por nosotros.

Vivir la religión sólo en referencia al más allá supone el riesgo de caer en fanatismos y prácticas religiosas desgajadas de la vida. Así, las religiones terminan convirtiendo la fe en ritos familiares o sociales ligados a acontecimientos históricos que únicamente tienen sentido para una raza determinada o un pueblo concreto, pero que no descubren la verdadera grandeza de “Dios con nosotros”. Es la experiencia de Moisés con su pueblo, cuando le trasmite los mandatos de Yavé, y cuando sacrifica animales para significar con su sangre el pacto entre Dios y su pueblo. Nada malo en ello. No obstante, con el tiempo, este pacto hecho con sangre que es no la propia se termina convirtiendo en un rito externo, sin vinculación con la propia vida. En otras palabras, las religiones separan la fe de la vida y derivan en un mar de preceptos y normas que adquieren más importancia que aquello que pretenden expresar. Así se deforma la religión.

Frente a esta tentación, de la que no está exento el cristianismo, Jesucristo introduce una dinámica nueva: Jesús celebra la Pascua con sus discípulos; la celebra al más puro estilo judío, pero modificando algunas partes.
Lo importante en la última cena para Jesús no es cumplir con el ritual tal y como está prescrito, sino ser coherente con la vida que allí se celebra, una vida que será entregada al día siguiente. Lo importante no es sacrificar un cordero, sino hacer caer en la cuenta de que por muchos corderos que se sacrifiquen, si uno no está dispuesto a darse y entregarse a sí mismo, los ritos y celebraciones derivan en teatros ritualistas de marionetas que se mueven al ritmo que toca, pero sin expresar, transmitir o transformar la vida.

Jesús dira: “tomad y comed, esto es mi cuerpo; tomad y bebed, esta es mi sangre”. No hay cordero, pues el cordero es Él mismo; lo que sí hay son alimentos cotidianos, a alcance de todos: pan y vino que no cambian ni su forma ni su sabor, pero que por las palabras de Cristo dejan de ser solamente eso para convertirse realmente en el cuerpo y la sangre del Señor. Dicho de otra forma:
para que Dios se haga presente realmente en este mundo no es necesario eliminar la naturaleza de la creación, aunque esta sea pan y vino, sino elevarla y transformarla en la misma esencia de Dios hecho hombre.

Lo que los cristianos celebramos en la misa no es solo un “símbolo” de la entrega de Cristo, sino su entrega REAL, aquí y ahora, en una misa eterna, en un rito único que se repite cada vez que los suyos se reunen para rememorar la vida, pues vida y liturgia no son cosas separadas sino las dos caras de una misma realidad. Vivir es Eucaristía, celebrar es Eucaristía, Todo es Eucaristía
porque Dios se ofrece en todas las cosas.

El Sacerdocio de Cristo no es un sacerdocio común; no consiste en un oficio aprendido o heredado; es mucho más que eso. Jesús no tiene la función sacerdotal de su pueblo y de la religión que practica; sin embargo, decimos de Él que es sacerdote en cuanto realiza el sacrificio perfecto; aquel que usa no sangre ajena, sino la propia.

Desde esta experiencia se entiende que todos los que le seguimos como discípulos estemos llamados a ser sacerdotes con Él y en Él, no celebrando ritos alejados de la vida, hermosas liturgias llenas de incienso, bellas canciones, cálices y patenas costosísima u ornamentos litúrgicos al estilo de los viejos sacerdotes que alargaban las franjas del manto y las filactelias de sus mantos;
los cristianos empezamos a celebrar una Eucaristía eterna desde el momento que somos engendrados y traídos a este mundo bañados en la sangre de nuestra madre; ni la muerte puede impedirnos el estar cerca de Cristo en su entrega en la cruz. Si así entendemos nuestra vida cristiana no nos será difícil comprender el valor incalculable de esos remansos de vida, de esos suspiros de eternidad que llamamos “misas”, en donde todo lo experimentado y vivido se concentra en unos instantes para expresar la entrega que llevamos dentro para catapultarnos con Cristo a la inmortalidad. Que nuestro cuerpo y nuestra sangre sigan unidos a los de Cristo para que su entrega se haga acción de gracias en nuestras vidas.

Pan y vino,
cuerpo y sangre.
Pan que sueña la parva,
vino que anhela el lagar.
La creación se hace recreo
y la vida se revive en un instante interminable
de amor llamado a la eternidad.
Dios y el hombre se hacen uno

en abrazo desigual:
Dios pone el corazón abierto;
el hombre su voluntad.
Abre la boca que te la llene de amor;
niega tu mano a los ritos
vacíos de inmortalidad
y deja que te la llene
de sueños de vino y pan.

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