El sentido de la Navidad
El significado de la Navidad.
“Navidad” significa “natividad o nacimiento”; pero, nacimiento ¿de quien? Este término se refiere al nacimiento de Jesús de Nazaret, llamado por los cristianos “Jesucristo” (Jesús el “cristo”, el ungido, el salvador). Para muchos no cristianos Jesucristo fue un profeta cuyas enseñanzas ayudaron, y siguen ayudando, a dar sentido a la vida de muchas personas. Para los cristianos, Jesús es el “Mesías” (término hebrero) o el “Cristo” (término griego), es decir el “ungido” o el “consagrado por Dios” cuya presencia histórica ofrece a la humanidad un camino de liberación al que llamamos “salvación”. A esta presencia histórica y liberadora de Dios la llamamos “misterio de la encarnación”, que es lo que básicamente celebramos en la Navidad.
Sobre el misterio de la encarnación.
La encarnación viena a ser como la inmersión total de Dios en su creación (en el mundo) para salvarla desde dentro, respetando su autonomía y libertad. Para quien se abre a la fe, todo lo creado tiene su origen en Dios, pero no solo como algo del pasado (en el llamada big bang), sino como una experiencia que sigue ocurriendo hoy, pues Dios crea permanentemente. En la creación podemos encontrar “la huella” de Dios pero no a Dios mismo, porque Dios no se confunde con su creación aunque se haga carne en ella. La creación es autónoma de Dios, tiene sus propias leyes. El ser más perfecto de la creación es la humanidad, hecha “a imagen y semejanza de Dios” y dotada de autonomía y libertad, bien para entrar en diálogo con Dios o bien rechazarlo, escondiéndose y alejándose de él. Todo esto está maravillosamente narrado en el mito de la creación del mundo del libro del Génesis, incluyendo el origen del pecado. En este relato observamos cómo Dios crea mediante su Palabra (“Y dijo Dios….”). También en el Nuevo Testamento el Evangelio de Juan nos recuerda este origen: “Al principio existía la Palabra… la Palabra era Dios… por medio de la Palabra se hizo todo…”
Como las ideas se hacen “carne” cuando se expresan con palabras (orales o escritas), el mundo existe cuando es verbalizado por Dios. Todo lo que vemos es expresión de la Palabra creadora y creativa de Dios. Si la Palabra es origen de todo, sin comunicación no hay vida. Por eso la información (literalmente “estar en la forma”) es la clave de la existencia. Cuando no hay información sobreviene la nada, que es la ausencia de forma. Esto supone que el diálogo es fundamental en las relaciones humanas, no solo entre personas, sino también con la naturaleza. Sin palabras, las ideas se evaporan y desaparecen. Sin diálogo, en hombre queda “ninguneado” y reducido a la nada.
Cuando Dios se encarna, entra en la naturaleza de su creación, pero respetando su autonomía y sus leyes, sus tiempos y sus procesos. Dios encarnado no violenta el mundo, sino que se somete a sus límites (incluso a la muerte) para desde ellos, ofrecer una salida definitiva, una orientación, un sentido vital capaz de hacer pleno el corazón humano. Dios se encarna porque es el único camino para liberar y conducir la humanidad a la plena libertad.
El pecado que aleja de Dios, razón para que Dios se encarne.
Históricamente el hombre ha experimentado no solo el diálogo creativo de Dios que armoniza la existencia, sino también el desprecio de la humanidad a la Palabra de Dios, es decir, a todo aquello que construye la vida. El ser humano elige en muchas ocasiones el monólogo egoísta al diálogo con la naturaleza, con el prójimo y con Dios. A esta inclinación humana la llamamos “pecado original”. Por este pecado la humanidad niega la Palabra que la crea, abocándose al precipicio de la muerte, que es la separación total de Dios.
Para evitar esta trágica ruptura, Dios se integra en su creación; no la violenta desde fuera a través de energías que fuercen su libertad, sino que la dinamiza desde dentro, introduciéndose en ella como el aire entra primero en los pulmones para salir después en forma de aliento, haciendo posible la palabra. Por medio de esta palabra, divina y humana, Dios se va revelando poco a poco como compañero que sugiere, inspira y alienta.
Esta experiencia dialogal, profundamente espiritual, es el origen de lo que conocemos como Biblia y de tantos otros textos sagrados de diferentes religiones. Sin esta experiencia fundamental de encuentro con el misterio creativo de Dios, la Palabra de Dios (la biblia y los demás textos sagrados) no serían más que literatura. El valor de la Palabra de Dios es que a través del arte literario o musical (los salmos con canciones) es posible entrar en diálogo con la fuente original de esa Palabra, que no es la originalidad del escritor, sino la creatividad del Espíritu de Dios que inspira al ser humano. Como palabra humana puede ser antigua, pero como palabra divina su vigencia es siempre actual.
Navidad: vivir la Palabra que está entre nosotros.
En muchas ocasiones y de diversos modos Dios ha hablado, no solo a través de la naturaleza, sino sobre todo a través de personas que han ejercido de líderes espirituales (fundamentalmente sacerdotes, profetas, reyes, pero también a través de otras personas). Esto ha dado origen a numerosas formas de relacionarse con Dios; estas formas son conocidas como “religiones”.
Hay un acontecimiento especial en la humanidad que supone una presencia singular de Dios en el mundo. Este acontecimiento fue profetizado ya en el Antiguo Testamento, sobre todo por el profeta Isaías. Dicha profecía hablaba de la llegada de un mesías Salvador, quien vendría no como un líder más, sino como la presencia y manifestación plena de Dios en la historia. Para aceptar esta presencia de forma real (no sólo simbólica) es necesaria la fe. La fe supone confiar en la Palabra de Dios, dejándose guiar por ella a pesar de no ser capaces de ver el camino. Una mujer, María de Nazaret, aceptó esta Palabra, que sin duda conocía a través de su religión; la acogió y en su seno y la desplegó a través de su hijo, en cuya persona se cumplen muchas de las profecías del Antiguo Testamento. María, junto con José (que también acepta la Palabra de Dios), son modelos de creyentes para toda persona que quiera encontrar sentido a su vida. Ellos dos son los que envuelven a Dios hecho hombre en el portal de Belén, símbolo de una humanidad que cree, espera y recibe la llegada de Dios al mundo.
Creer en Navidad.
La verdadera Navidad supone disponer el corazón para acoger la presencia de Dios en la historia, acontecida en la vida de Jesús de Nazaret, reconociendo en él la presencia realmente liberadora de Dios. Para celebrar la Navidad es necesario mirar este acontecimiento histórico con fe. Sin fe también es posible celebrar la navidad, pero como otra de tantas fiestas que pasan sin transformar nuestras vidas. Sólo la fe convierte la Navidad en una oportunidad para reconocer que la propia vida es un pesebre pequeño y sucio en el que Dios se puede hacer presente, si le dejamos. Muchas posadas se cerraron a su presencia; nosotros estamos invitados a no cerrarnos a la posibilidad de que Dios venga a transformarnos.
La fe es un don que suelen tener las personas más sencillas y pobres, como los pastores, que fueron los primeros en escuchar la primera palabra que Dios pronunció al hacerse hombre: el llanto de un niño en una noche oscura; ese llanto proviene de la marginación y la pobreza; es un grito de dolor pero también de lucha por la vida. Ese llanto, con los años, dejaría de ser un simple gemido para convertirse en palabras que han alentado y siguen alentando la vida de muchas personas. De la misma manera, no es posible vivir realmente la Navidad si cerramos nuestras vidas a los llantos en la noche que actualmente acontecen en nuestro mundo. Si los villancicos, adornos y luces de Navidad ocultan esos gritos del dolor que tratan de abrirse paso en la vida, la Navidad se vacía totalmente de sentido.
No son solo los pobres y sencillos los que pueden escuchar esta voz. También los que buscan con sincero corazón desde la ciencia o el arte. Los “magos” venidos de todas partes del mundo no pudieron escuchar el llanto de Jesús al nacer, pero pudieron descubrir en el cielo las estrellas que les guiaron hasta su presencia. Así, el científico y el artista también pueden creer y buscar a este Dios “escondido” en lo cotidiano, arrinconado por el poder, la indiferencia o la injusticia, a las cunetas y los pesebres de la historia. La fe es un camino de búsqueda, no un fuerte donde sentirse seguro.
Los magos de oriente se pusieron en camino dejando la seguridad de sus hogares, arriesgando sus vidas por caminos nada seguros, siguiendo en tenue resplandor de una luz en su cielo. En ese camino se encontraron con el rey Herodes, quien temeroso no se atreve a salir de de la seguridad de su palacio. Por ello su corazón se empequeñece hasta convertirse en un corazón sanguinario.
Tener fe es creer y creer es confiar; aceptar la posibilidad de que esta historia, con su parte de mito y leyenda, sea una historia real capaz de transformar nuestra vida. Creer es tener valor para cargar con las propias dudas sin refugiarse en la seguridad de los dogmas, tras los escudos de la intransigencia o los clichés de los prejuicios. La fe no es un monólogo aprendido que se repite, si no un diálogo sincero con la vida, como María dialogó con el ángel Gabriel, buscando razones para todo, pero también confiando porque se sabía una simple criatura envuelta por un maravilloso y tremendo misterio. Que el ejemplo de María nos haga más humildes para que también, como ella, seamos capaces de acoger la Palabra de Dios que nos recrea. Si así lo hacemos daremos fruto abundante recorriendo un camino de dicha y esperanza que nos llevará a la verdadera libertad.