Domingo IV de Adviento (Ciclo C)

Lectura del profeta Miqueas (5, 1-4a)
Así dice el Señor: «Pero tú, Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel. Su origen es desde lo antiguo, de tiempo inmemorial. Los entrega hasta el tiempo en que la madre dé a luz, y el resto de sus hermanos retornará a los hijos de Israel. En pie, pastoreará con la fuerza del Señor, por el nombre glorioso del Señor, su Dios. Habitarán tranquilos, porque se mostrará grande hasta los confines de la tierra, y éste será nuestra paz».

 

Salmo responsorial
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve.
Pastor de Israel, escucha, tú que te sientas sobre querubines, resplandece. Despierta tu poder y ven a salvarnos ®
Dios de los ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó,
y que tú hiciste vigorosa ®
Que tu mano proteja a tu escogido, al hombre que tú fortaleciste,
no nos alejaremos de ti: danos vida, para que invoquemos tu nombre. Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve ®

 

Lectura de la carta a los hebreos (10, 5-10)
Hermanos: Cuando Cristo entró en el mundo dijo: «Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no aceptas holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije lo que está escrito en el libro: “Aquí estoy, oh, Dios, para hacer tu voluntad”». Primero dice: «No quieres ni aceptas sacrificios ni ofrendas, holocaustos ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la Ley. Después añade: «Aquí estoy yo para hacer tu voluntad». Niega lo primero, para afirmar lo segundo. Y conforme a esa voluntad todos quedamos santificados por la oblación de cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.

 

Evangelio de Lucas 1, 39-45
En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».

 

HOMILÍA

Según la tradición judía el mesías debía nacer en Belén, una pequeña aldea de la región de Judá, muy cerca de la gran Jerusalén. Allí había nacido David, de cuya estirpe descendería el salvador de Israel. Es curioso que una pequeña aldea pudiera hacer sombra a la gran Jerusalén, lugar del templo y de la presencia de Dios por excelencia. Pero Dios tiene estas cosas tan desconcertantes. Los profetas son los que nos recuerdan, unas veces con denuncias y otras con mensajes de esperanza, que Dios es imprevisible y que su forma de actuar es muy diferente a la nuestra. Para Dios no cuenta la grandeza humana; Él suele escoger lo pequeño, lo insignificante, aquello con lo que nadie cuenta para desplegar su poder liberador. Quien busque a Dios en las cosas grandes sólo encontrará vacío, pero quien sepa anonadarse en lo pequeño y cotidiano, descubrirá la presencia divina en todo lo que le rodea.
Los judíos, según la ley, recurrían a sacrificios, ofrendas y holocaustos para reconciliarse con Dios. Sin embargo, ya en el antiguo testamento se reconoce que detrás de esa ley hay una trampa. El salmo cincuenta, utilizado en el texto de la carta a los hebreos que hoy escuchamos, es prueba de ello: “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas… pero me has preparado un cuerpo… Aquí estoy para hacer tu voluntad”. Un sacrificio, una ofrenda y no digamos un holocausto a la vieja usanza, con cosas espectaculares. Compensar a Dios con esos actos puede tranquilizar nuestros complejos de culpabilidad; incluso puede ser una magnífica terapia psicológica para sentirnos bien con nosotros mismos, pero no puede transformar nuestro corazón ni pacificar la ansiedad de nuestro espíritu. En el fondo, seguimos siendo los mismos: personas superficiales que de vez en cuando hacen ofrendas y ritos para compensar la tibieza y mediocridad.
Según la ley, ofrecemos cosas que están fuera de nosotros; esas cosas, a lo sumo, “simbolizan” nuestro ser, pero no son realmente algo nuestro. Sacrificar animales, dar dinero o dedicar nuestro tiempo a un voluntariado son actos insuficientes. Los animales, el dinero e incluso el tiempo que dedicamos a los demás no son cosas de las que podamos adueñarnos para darlas como si fueran nuestras. Lo único que podemos decir que nos pertenece es nuestro propio ser; eso es lo que precisamente Dios quiere que sacrifiquemos por él. Dicho de otra forma, no se trata de “hacer”, sino de “ser”. Aquí radica la diferencia entre la vieja y la nueva religión. La vieja religión se mueve por la ley, por la obligación y por la compensación; la nueva religión se mueve sólo por el amor. Se trata de poner a disposición de Dios, no pequeñas parcelas de nuestra vida que más o menos administramos con generosidad, sino todo nuestro ser.
Pongamos un ejemplo: los padres tienen la obligación de cuidar y educar a sus hijos y los hijos de atender a sus padres cuando son ancianos. Eso se puede hacer correctamente siguiendo la ley, al margen del amor, con desapego e incluso con resignación porque es “lo que hay que hacer”. Otra cosa es hacer lo mismo, pero desde el amor, entregándose a sí mismo, dándose y volcándose en el hijo cuando es pequeño o con los padres cuando son ancianos, sacrificando para ello libremente otras cosas que sin duda son también buenas. La diferencia es abismal. Se puede ser un niño bien atendido, con todas las necesidades básicas cubiertas, pero mal educado por carencia de amor. A menudo este error ocurre cuando se trata de compensar con “cosas” o caprichos la falta de entrega del corazón. También se puede ser un anciano perfectamente atendido por personal especializado bien pagado por los hijos; pero todos sabemos que no es lo mismo ser limpiado por una mano eficaz, pero extraña, que por aquella misma mano que tantas veces se sostuvo para enseñar a caminar. Pongámonos en el lugar de los niños con falta de cariño o de los ancianos con falta de vida familiar y entenderemos rápidamente esta diferencia.
Isabel y María representan dos tradiciones que se encuentran. Isabel es portadora de Juan, un gran profeta. María es portadora de Jesucristo, el Mesías. Isabel es vieja y estéril, pero capaz de engendrar una vida que se pondrá al servicio del Mesías. La ley sólo es útil cuando es preparación del camino para la única y verdadera ley: la del amor. La mudez de Zacarías y la esterilidad y vejez de Isabel son símbolos de las viejas tradiciones que, a pesar de ser viejas, pueden ser renovadas cuando se encuentran con la religión nueva, es decir, con María, portadora del Mesías.
María es joven y virgen, capaz de creer y confiar y, por tanto, capaz de acoger en su seno el milagro de la Palabra que se hace carne. Ante este acontecimiento único, nosotros, simbolizados en Isabel, somos portadores de un profetismo humano; debemos reaccionar como ella, con una doble bendición: bendecimos a María entre todo el género humano porque es una figura especial, y bendecimos al fruto de su vientre por haberse hecho uno de los nuestros, haciendo suya nuestra débil condición. La alegría es la consecuencia inmediata de este encuentro.
No se trata, por tanto, de que Cristo anule a Juan Bautista. Es decir, no se trata de aniquilar le ley o las viejas tradiciones, sino de que éstas se alegren y se pongan al servicio de la única y verdadera religión: la del amor. Es María la que va al encuentro de Isabel y no al contrario; es Cristo el que va al encuentro del hombre que trata de ser fiel a Dios. Pronto ese salvador será un niño pequeño e indefenso que necesitará de manos humanas para sobrevivir. Su ofrecimiento al género humano comienza desde el momento en el que es depositado en un pesebre.

Sólo Cristo puede ofrecer su cuerpo como ofrenda verdadera para la salvación del mundo. Nosotros podemos unir nuestros débiles cuerpos al suyo para hacernos ofrenda a través de él, con él y en él. Si así lo hacemos, superaremos nuestra vieja condición religiosa para entrar en la única y verdadera religión; no una religión de ofrendas y sacrificios externos, sino aquella que ayuda a ofrecer el propio ser como el más sincero y el mejor sacrificio.

 

Acción de gracias.
La vida está hecha de pequeños encuentros,
de lazos y abrazos que pasan desapercibidos,
pero que llenan de color la existencia.
En cada bienvenida hay una puerta que se abre
para que salga de nosotros el egoísmo y la comodidad
y entre, como huésped,
el amigo que transforma para siempre nuestros corazones. ¿Qué sacrificios u ofrendas podrán agradarle?
¿Con qué podremos satisfacer su ansia de nosotros?
Nada en el mundo es capaz de comprar la amistad,
la gratuidad de un apretón de manos,
la calidez de una caricia
o la palabra que empapa el alma en los silencios compartidos. Ni sacrificios, ni ofrendas.
Sólo un corazón abierto, aunque esté herido.
Abramos las puertas, que está cerca el Amigo.
Dejemos salir las prisas y entrar las sonrisas.
La Navidad toca a nuestra puerta.
Que entre y se quede para siempre.

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