Domingo III de Adviento (Ciclo B)

Lectura del profeta Isaías (61,1-2a.10-11)

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.

 

Interleccional (Lucas 1,46-54)

Me alegro con mi Dios. 

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones. R.

Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. R.

A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia. R.

 

Lectura de la primera carta a los Tesalonicenses (5,16-24)

Hermanos: Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.

 

Evangelio según san Juan 1,6-8.19-28

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.

Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: “¿Tú quién eres?” Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías.” Le preguntaron: “¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?” El dijo: “No lo soy.” “¿Eres tú el Profeta?” Respondió: “No.” Y le dijeron: “¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?” Él contestó: “Yo soy la voz que grita en el desierto: “Allanad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías.” Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: “Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?” Juan les respondió: “Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.”

Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.

 

HOMILÍA

Si hay una prueba visible de la fe, ésta es la alegría. Al igual que la fiebre no es una enfermedad, sino la alarma que nos indica que estamos enfermos, la alegría es una especie de alarma positiva que nos indica que nuestro corazón está sano y bien orientado para preparar los caminos del Señor. La alegría confirma nuestra vida, es como un sello que certifica todo trabajo o esfuerzo, por muy duro y penoso que pueda parecer, porque la alegría no se rinde a la volatilidad de los sentimientos, no depende de los cambios de humor, sino que está anclada directamente en el alma. Conviene decir esto para no llevarnos a engaño, porque la alegría no es algo externo ni pasajero. Cualquier chiste nos puede hacer reír y pasar un buen rato, pero la verdadera alegría es algo más. La alegría es un ambiente interior que no se inmuta ante la adversidad y que nos da el equilibrio necesario para ser felices; siendo así, no puede ser más que una gracia o un don recibido directamente de Dios; no depende de nosotros, sino que está cimentada en la esperanza, la fe y el amor.

Dentro del camino del adviento, la alegría supone un hito importante; es posible que sin darnos cuenta hayamos convertido el cristianismo en una religión gris y oscura; pero la seriedad y disciplina evangélica o el trabajo y dedicación del profeta o el apóstol no están reñidos con la luminosidad del espíritu. Nada hay más contraproducente que un trabajo hecho sin alegría; la verdad no deja de ser verdad se diga como se diga, pero dicha con mal humor o entre quejas, con pesimismo o entre lamentos es difícil que pueda alcanzar el corazón de quien la escucha. En este caso la culpa no es de la verdad, sino de la voz que la proclama. Juan tiene clara su identidad de “voz” que clama en el desierto. Desierto y voz van unidos, pero no se funden. Nosotros también tenemos que proclamar con nuestra voz alegre un mensaje que no es nuestro y que nos desborda. Veamos siete rasgos del profeta o apóstol alegre de hoy en día teniendo en cuenta las sugerencias de las lecturas de este domingo:

  1. Luchar por la libertad de la persona, ayudando a que el ser humano se libere de sus ataduras, ya sean personales o sociales. Jesucristo lo da todo y no quita nada. Nada hay de opresivo en el evangelio; lo único que puede oprimir el alma para evitar que de ella brote la alegría, es el pecado.
  2. Combinar la justicia con la alabanza. La justicia por sí misma, sin la dimensión transcendente, se convierte en frío derecho carente de vida. Por otro lado, la alabanza sin justicia corre el peligro de eludir los problemas verdaderos del ser humano, convirtiendo la religión en un escapismo o coartada ante el mal. El equilibrio entre justicia y alabanza hacen que la belleza del anuncio del evangelio resplandezca.
  1. Entender la propia vida como un proceso de crecimiento, de abajo a arriba, de forma lenta pero imparable, como una semilla. Uno de los grandes retos del apóstol de hoy en día es aprender a entender la vida como un proceso. Al igual que la semilla no germina y se convierte en árbol de la noche a la mañana, la persona también necesita tiempo para madurar.
  2. Vivir el don de la alegría como un don y una gracia del Espíritu santo. La verdadera alegría no nace espontáneamente del corazón humano si no es impulsada por el aliento de Dios. Juan el bautista tiene claro que él no es la luz, sino testigo de la luz. Al igual que la hermana luna no brilla si no es por el sol que la ilumina, nuestras vidas se quedarían en tinieblas si no fuera por la luz que emana de Dios.
  3. Valorar lo bueno y positivo de este mundo. El anuncio del evangelio se torna esperanza y gozo cuando en lugar de restar y gruñir, se empiezan a buscar las cosas buenas que hay en la vida; la sorpresa acompaña siempre esta búsqueda, ante la ingente cantidad de retoños que están germinando constantemente a nuestro alrededor, esperando que alguien los aliente e impulse en lugar de ahogarlos en lamentos.
  4. Con la misma fuerza que se ha de buscar lo bueno, se ha de eludir y evitar lo malo. Hay realidades crueles imposibles de cambiar y ante las que únicamente es posible poner tierra de por medio. La persona alegre no es ingenua; sabe cuándo retirarse y cuando rehuir una batalla en la que no se tiene la fuerza suficiente para ganar.
  5. Por último, el apóstol alegre conoce su identidad y su trabajo. A la pregunta que le hacen a Juan (¿Quién eres?), responde sin titubeos una respuesta maravillosa que deberíamos de hacer nuestra: “soy la VOZ que clama en el desierto. ¡Qué hermoso sería que nuestra vida fuera toda ella una voz clamando en los desiertos de este mundo! Clamar no es sólo gritar, sino también a veces callar, orar, esperar, testimoniar de mil maneras la alegría de creer. He aquí un camino para encontrar nuestra identidad y la tan ansiada “realización personal”.

Nosotros únicamente podemos dar a esta humanidad un bautismo de agua; eso es lo que significan nuestros trabajos y fatigas. Pero ese bautismo que apenas si puede limpiar la humanidad, se convierte en un bautismo de fuego cuando entre nuestras manos dejamos que nazca Dios. Preparar el camino del Señor es prepararnos nosotros mismos para que Dios se haga hombre en el pesebre de nuestra vida. Ninguno de nuestros trabajos es definitivo, pero sin ellos, Dios no podría tomar ni la carne ni el cuerpo necesarios para hacerse hombre en medio de nuestra historia. Asumamos esta realidad y dejemos que la alegría nos desborde por doquier.

Sermon Media