Domingo II de Navidad (Ciclo C)

Lectura del libro del Eclesiástico (24, 1-2. 8-12)
La Sabiduría se alaba a sí misma, se gloría en medio de su pueblo, abre la boca en la asamblea del Altísimo y se gloría delante de sus Potestades. En medio de su pueblo será ensalzada, y admirada en la congregación plena de los santos; recibirá alabanzas de la muchedumbre de los escogidos y será bendita entre los benditos. El Creador del Universo me ordenó, el Creador estableció mi morada: «Habita en Jacob, sea Israel tu heredad». Desde el principio, antes de los siglos, me creó, y no cesaré jamás. En la santa morada, en su presencia, ofrecí culto y en Sión me estableció; en la ciudad escogida me hizo descansar, en Jerusalén reside mi poder. Eché raíces entre un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, y resido en la congregación plena de los santos.

 

Salmo responsorial (Sal 117)
La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
Glorifica al Señor, Jerusalén; alaba a tu Dios, Sión: que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti ®
Ha puesto paz en tus fronteras, te sacia con flor de harina. Él envía su mensaje a la tierra, y su palabra corre veloz ®
Anuncia su palabra a Jacob, sus decretos y mandatos a Israel; con ninguna nación obró así, ni les dio a conocer sus mandatos ®

 

Lectura de la carta a los efesios (1, 3-6.15-18)
Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo,
que nos ha bendecido en la persona de Cristo
con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales.
Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.
Él nos ha destinado en la persona de Cristo, por pura iniciativa suya, a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia,
que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo,
redunde en alabanza suya.
Por eso yo, que he oído hablar de vuestra fe en el Señor Jesús y de vuestro amor a todos los santos, no ceso de dar gracias por vosotros, recordándoos en mi oración, a fin de que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos.

 

Evangelio de Juan 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino, y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él, al declarar: “Este es aquel del que yo dije: El que viene tras de mí que me ha precedido, porque existía antes que yo”. En efecto, de su plenitud todos hemos recibido bendición tras bendición. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés, pero la gracia y la verdad nos vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el Hijo único, que es Dios y vive en íntima unión con el Padre, nos le ha dado a conocer.

 

HOMILÍA

Estrictamente hablando, el segundo domingo tras la Navidad se encuentra ya fuera de la octava de esta fiesta, aunque todavía dentro de su radio de acción. No obstante, es el domingo que antecede a la solemnidad de la Epifanía que ya está llamando a nuestras puertas. Se trata de un tiempo para serenar el cuerpo después de tantos encuentros familiares y del diluvio de emociones al celebrar el nacimiento del Señor. La abundancia de lecturas, la frecuencia de las celebraciones y la alegría desbordante que la religiosidad popular ha dado a este tiempo, nos puede distraer del calado que el misterio de la encarnación del Señor tiene en nuestras vidas. No nos viene mal un domingo como este, para profundizar en lo vivido, haciendo como una especie de memoria de la natividad.
La primera lectura nos introduce en el sentido de la sabiduría, tal y como ha sido comprendida a lo largo de los siglos. La sabiduría aparece revelada de varias maneras en el Antiguo Testamento, aunque hay algunos elementos comunes; por ejemplo, sabemos que existe antes de la creación, que tiene capacidad de darse gloria a sí misma sin que eso ofenda a Dios y que ha puesto su morada en medio del pueblo elegido. Aunque en los textos de este domingo se afirme que “fue creada” (y por tanto, no puede ser divina), desde la perspectiva de Jesucristo es como si esta Sabiduría se hubiera ido revelando con el paso de los siglos como una extensión o prolongación del dinamismo divino, hasta culminar en la manifestación plena de Dios en la historia (que celebraremos pronto en la Epifanía) y que coincide en la persona de Jesucristo.
Si la sabiduría planta su tienda entre nosotros, para Pablo, los humanos estamos bendecidos en la persona de Cristo, que parece ser interpretado así como la encarnación no sólo de la Sabiduría divina, sino también de su mismo “ser en acción”, es decir, del “verbo” (logos en griego); este logos no es un mero discurso pasivo, sino la proyección creativa y creadora de Dios que desea entrar en diálogo con su creación y no puede hacerlo más que asumiendo la condición de criatura, sin serlo.
El objetivo de esta Palabra en acción (de este verbo) es devolvernos a nuestra condición original, eliminando de la creación todo rastro de pecado y de muerte, pues ni lo uno ni lo otro forman parte de lo verdaderamente humano. Por eso podemos decir que Dios asume en su Hijo Jesucristo todo lo humano, incluso haciéndose pecado (“Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en él” 2Cor 5,21) y pasando por la muerte como cualquier criatura.
El maravilloso descubrimiento de un Dios capaz de hacerse pecado sin cometer pecado, dejándose atrapar por la muerte sin que ésta tenga sobre él la última palabra, hace a Pablo estallar en una acción de gracias al ver el efecto que este acontecimiento tiene en el corazón de los que se adhieren a Cristo, poniendo en Él su confianza y entregándose en su seguimiento.
Este seguimiento es fuente de sabiduría, pero una sabiduría que no se aprende en los colegios o universidades, sino en la vida misma; eso sí, hay que mirar la vida con los “ojos del corazón”, es decir, con la luz de Dios y no con las luces de este mundo para descubrir, precisamente en este mundo, la revelación de Dios. De esta epifanía hablaremos en la siguiente solemnidad. Basta con decir ahora que dejarse prender por esta revelación de Dios, nos hace comprender el valor de esa gran virtud que es la Esperanza. Pues si Dios se ha revelado plenamente en Jesucristo, existe una esperanza para todo aquel y todo aquello que creíamos perdido.
En el centro del prólogo del evangelio de Juan resuena la frase: “y la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Esta es la culminación de la sabiduría de Dios para todo ser humano, invitado no sólo a aprenderla, sino también a sumergirse en ella de forma afectiva, contemplando la gloria de un mundo que, a pesar de estar herido por el pecado y la muerte, busca con ansia su esencia y anhela deshacerse de aquello que no le es connatural para refundirse en el creador, regresando así al paraíso perdido. Y esto es precisamente lo que nos trae Jesucristo acampando en medio de nosotros: el inicio del paraíso al que pertenecemos. Sabemos que no hay más camino de regreso a esta situación original que el mundo en el que estamos; un mundo injusto y oscuro, pero también con retazos de grandeza, de unidad, de belleza y de verdad. Por eso, mirar a Dios hecho hombre nos llena de esperanza. Y no porque la salvación prometida se no dé completamente de forma instantánea, sino porque es plantada en nuestro corazón, siendo capaces de intuirla a través del llanto de un niño, de su sonrisa, de sus ojos recién abiertos a la luz, de su desnudez que viste todo de colores…
Dios se ha revelado de una vez para siempre. Ya lo hizo a través de los profetas. Pero todos los profetas y la Ley caben en la dulzura de un niño cuya sabiduría se proyecta a través de su fragilidad y desnudez. Él se pone bajo nuestra tutela para que su divinidad se despliegue no sólo en él, sino también en nosotros. Él respeta los procesos, los tiempos y los espacios de la creación; él abraza esta creación, pero sin aprisionarla; la ilumina, pero sin cegarla; la redime, pero no respetando la libertad de quien prefiera vivir de espaldas a este horizonte de libertad.

 

Acción de gracias.
Palabra pronunciada en silencio, cocida a fuego lento,
en el fragor del alma enamorada antes del encuentro.
Sabiduría del corazón que envuelve
la selva de los pensamientos.
Así es tu voz susurrando en mis adentros: palabra que redime y cura las heridas
de los heridos sueños.
Palabra que sostiene en la noche oscura
y en los mares inciertos.
Gracias por ser palabra;
por prenderte en los diálogos abiertos,
en los abrazos dados a pecho descubierto;
por estar forjando a cada instante
el espacio y el tiempo
en los que poder escucharte,
para en el caos de este universo mudo desdecirme de mí mismo
y asumirte como lo único y verdaderamente cierto.

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