Domingo II de Cuaresma (Ciclo A)

Lectura del Libro del Génesis 12, 1-4a

En aquellos días, el Señor dijo a Abrahán:
—Sal de tu tierra
y de la casa de tu padre
hacia la tierra que te mostraré.
Haré de ti un gran pueblo,
te bendeciré, haré famoso tu nombre
y será una bendición.
Bendeciré a los que te bendigan,
maldeciré a los que te maldigan.
Con tu nombre se bendecirán
todas las familias del mundo.
Abrahán marchó, como le había dicho el Señor.

 

 Salmo 32, 4-5. 18-19. 20 y 22

Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.
La palabra del Señor es sincera
y todas sus acciones son leales;
él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
Los ojos del Señor están puestos en sus fieles,
en los que esperan en su misericordia,
para librar sus vidas de la muerte
y reanimarlos en tiempo de hambre.
Nosotros aguardamos al Señor:
él es nuestro auxilio y escudo;
que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros,
como lo esperamos de ti.

Lectura de la segunda carta del Apóstol San Pablo a Timoteo 1, 8b-10

Querido hermano:
Toma parte en los duros trabajos del Evangelio,
según las fuerzas que Dios te dé.
El nos salvó y nos llamó a una vida santa
no por nuestros méritos,
sino porque antes de la creación,
desde tiempo inmemorial,
Dios dispuso darnos su gracia,
por medio de Jesucristo;
y ahora, esa gracia se ha manifestado
por medio del Evangelio,
al aparecer nuestro Salvador Jesucristo,
que destruyó la muerte
y sacó a la luz la vida inmortal.

 

Lectura del santo Evangelio según San Mateo 17, 1-9

En aquel tiempo, Jesús tomo consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los
llevó aparte a una montaña alta.
Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se
volvieron blancos como la luz.
Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Pedro, entonces tomó la palabra y dijo a Jesús:
—Señor, ¡qué hermoso es estar aquí! Si quieres, haré tres chozas: una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías.
Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una
voz desde la nube decía:
—Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle.
Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
Jesús se acercó y tocándolos les dijo:
—Levantaos, no temáis.
Al alzar los ojos no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
—No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los
muertos.

 

HOMILÍA

Si analizamos la fase previa a todas las caídas de los imperios, éstas han venido precedidas por un momento álgido de éxito, al que sigue un lento pero inexorable proceso de decadencia. Este proceso de decadencia viene marcado por la quimera de pretender conservar y mantener el éxito alcanzado, que es como pretender retener el agua entre las manos. Hay un refrán castizo que expresa muy bien esta experiencia: “dormirse en los laureles”. Es decir, relajarse y atrincherarse en lo logrado, pretendiendo retenerlo sin mantener la misma actitud de sacrificio y esfuerzo que nos llevó hasta la cima.

 

Lo que decimos de los imperios, podemos decirlo también de las personas. Hay muchas personas que, tras alcanzar un momento feliz en la vida con mucho esfuerzo, pretenden instalarse en él. Pero este proceso de instalación en el éxito (lo que llamamos “bienestar”), no va acompañado de la misma pasión por la búsqueda, ni del mismo esfuerzo que nos hizo triunfar, sino de un miedo a perder lo ya logrado. Como los discípulos en el Evangelio de hoy, pretendemos acaparar el Misterio de la felicidad en tres ridículas tiendas.

 

Las tiendas son aquellas estructuras o sistemas de vida que nos construimos para tratar de detener lo inevitable. La vida pasa, y con ella tanto los malos ratos como los buenos. Nadie puede detener el reloj ni impedir que todo lo logrado en este mundo (incluso las experiencias más sagradas) se acaben erosionando y perdiendo. Así, perdemos la inocencia de la infancia, la juventud, la salud, el sabor del primer beso, la pasión del primer amor, el ardor de una experiencia religiosa profunda… todo eso termina dando paso, tarde o temprano, a una profunda crisis. Y suele hacerlo porque dejamos de ser creativos, empeñando más tiempo en retener lo ya logrado que en seguir buscando.

 

La experiencia de los grandes hombres y mujeres que jalonan la historia de la salvación, comenzando por Abraham, es siempre una historia de búsqueda. Esta búsqueda supone asumir una pérdida, aprender a dejar atrás la seguridad de la tierra conocida, la comodidad del mundo burgués que nos tendemos a construir. Creer es hacer del camino nuestra casa. Nada hay más contraproducente para un creyente que enlatar y reducir la experiencia religiosa a un lugar, a una forma o a un único método. La voz de Dios nunca puede grabarse para ser escuchada a nuestro propio gusto. Para escuchar a Dios hay que estar siempre en camino, ligeros de equipaje, sin dejar que la comodidad o la vida aburguesada y cómoda nos atrape.

 

Por eso Jesús se acerca y toca a los discípulos atrapados por el miedo y les invita a bajar de nuevo del monte. Por eso san Pablo exhorta a Timoteo para que no se canse de asumir los duros trabajos por el Evangelio según la fuerza de Dios. Esta última parte es importante, porque el verdadero esfuerzo siempre tiene su fuente en la fuerza de Dios, no en la nuestra. Apoyarnos en nuestras propias fuerzas termina por fatigarnos inútilmente. Apoyarse en Dios supone asumir que solo Él es nuestra riqueza, nuestro tesoro, un tesoro tan “pesado” que no está hecho para echárselo a las espaldas, sino para ir disfrutándolo a sorbos, mientras caminamos.

 

La nube que cubre nuestra experiencia religiosa, la crisis que creemos una amenaza porque difumina el rostro resplandeciente y los vestidos refulgentes de Jesucristo, no es más que el espacio vacío necesario para escuchar la verdadera palabra: la que viene de Jesús. Y a Jesús no se le escucha únicamente en la comodidad de una cálida capilla, en la belleza del templo o en la seguridad de una religiosidad perfectamente organizada. El mundo, la cultura, el tiempo… se encargan de desmontarnos todas esas “tiendas”. Lo que creíamos inamovible ayer, hoy ya no sirve para nada. Nos asalta el miedo, la duda, el temor… Pero no nos damos cuenta que es precisamente este aparente fracaso el que nos abre al camino, verdadero lugar en el que escuchar a Dios. Porque a Dios se le escucha caminando tras las huellas de Jesús, como sus discípulos; asumiendo el día a día con la pobreza y la fe de un peregrino.

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