Domingo de Ramos (Ciclo A)

Primera Lectura (Is 50,4-7): Dios Vendrá en Mi Ayuda
El Siervo de Dios, Sufriente, permanece fiel a su misión, incluso cuando es perseguido, ya que confía plenamente en Dios.

 

Segunda Lectura (Flp 2,6-11): Jesús se Humilló a Sí Mismo y así Llegó a Ser Señor Nuestro
El Hijo de Dios se humilló a sí mismo para hacerse uno de nosotros y para servirnos. Por eso Dios lo resucitó y le hizo Señor de todo.

 

Proclamación de la Pasión (Mt 26,14-27,66, o más breve: 27,11-54): Jesús, el Siervo Sufriente de Dios
En su pasión y muerte Jesús es el Salvador anunciado por las Escrituras. Su muerte vencerá a la muerte y traerá vida a todos.

 

HOMILIA

 

El domingo de pasión o domingo de ramos, como es más popularmente conocido, supone la apertura del telón de esa gran representación que supone la Semana Santa. En realidad, más que el inicio de este acontecimiento, es como una especie de resume o “tráiler” que, como se hace con las películas, nos anticipa de forma sintética aquello que vamos a ver y experimentar. Por eso se denomina “domingo de pasión” y no sólo “domingo de ramos”; por eso también usamos como color litúrgico el rojo, al igual que el viernes santo. Pudiera parecer que, en un día de fiesta donde prevalece la alegría por la bienvenida que Jerusalén brindó al Señor, resulta perturbador escuchar el relato de la pasión, que en este año será según san Mateo.

 

Hemos de apuntar aquí, que en el domingo de ramos siempre se lee una de las tres versiones de la pasión según los evangelios sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas) según el año litúrgico correspondiente, mientras que el viernes santo el evangelio leído es siempre el de san Juan. Dicho esto, es importante aclarar por qué en un día aparentemente alegre, la Iglesia nos pone en el horizonte el dramático suceso que acabó con la vida terrenal de Jesús.

 

Todos hemos experimentado la alegría de acoger o recibir a alguien a quien esperamos con ansiedad. Su llegada nos provoca una inmensa alegría, llegándonos a cambiar la vida. Pensemos, por ejemplo, en la llegada de un hijo largamente esperado, o la llegada del día de la boda o de la ordenación sacerdotal, tras años de preparación… A veces podemos pasarnos gran parte de la vida esperando estos acontecimientos. Cuando llegan, ciertamente la alegría es indescriptible, pero… siempre está el día después, y el otro y el otro y el otro… Entonces, nos damos cuenta que junto con la alegría de aquel o aquello que hemos esperado, hay también una cruz con la que cargar: un hijo que reclama tiempo y energías antes dedicadas a la pareja o al trabajo, una relación de casados que saca a la luz la dificultad de la convivencia, una vida como sacerdote dónde acecha a veces la sombra del fracaso, la incomprensión o la soledad…

 

No existe nada bueno en este mundo que dure eternamente. Ello no nos impide gritar “¡Hosanna!” cuando llega el momento esperado; pero no sería honesto por parte de Dios esconder la cruz que va en el reverso de cada alegría. Dios no viene para traernos esa cruz, sino para darle sentido. El mismo Dios no podría salvar a la humanidad dando un rodeo por el mal, sino atravesándolo para destruirlo. Por eso la fe cristiana nos habla de sufrimiento, de cruz y de muerte sin tapujos, algo que hoy en día resulta políticamente incorrecto. No hacerlo, supondría un engaño; caer precisamente en la estratagema del mal que sólo ofrece el escaparate del éxito, escondiendo la trastienda de la pasión, el sacrificio y la muerte.

 

Jesús nos enseña, como dice Isaías, a tener un oído de iniciado; es decir, a posicionarnos ante el dolor como aquel que lo asume tratando de sacar de él la mejor enseñanza. Para ello no cabe más remedio que endurecer lo externo de nuestro ser corporal (la cara, la espalda…), pero nunca el corazón, que es lo que aporta la flexibilidad necesaria para que nuestras vidas se doblen, pero no se quiebren. Jesús de Nazaret se vacía de su divinidad desde el momento en el que se encarna en María, pero este vaciamiento encuentra su máxima expresión cuando ha de encarar la muerte, como cualquier ser humano.

 

Es precisamente esta actitud noble de confrontación ante el mal y no de huida, lo que hace grande a Jesús hasta el punto de poder afirmar, como lo hace la carta a los filipenses, que “al nombre de Jesús toda rodilla se doble”. Así que si hoy toca ensalzar a Cristo, hemos de hacerlo no desde el “¡viva!” fácil que nace sólo de unos sentimientos superficiales, sino desde la alegría serena y profunda de quien viene a abrirnos un camino de esperanza en medio de la oscuridad de nuestras vidas. Asumimos así, junto con la alegría de la bienvenida, la verdad del sacrificio por amor, sabiendo que hay más alegría en el amor entregado hasta la muerte, que las palabras y gestos huecos que un día gritan “hosanna” para gritar al poco tiempo “crucifícalo”.

Sermon Media