Domingo 7º Tiempo Ordinario (Ciclo A)
Lectura del libro del Levítico 19, 1-2. 17-18
El Señor habló así a Moisés:
«Di a la comunidad de los hijos de Israel:
“Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo.
No odiarás de corazón a tu hermano,
pero reprenderás a tu prójimo,
para que no cargues tú con su pecado.
No te vengarás de los hijos de tu pueblo
ni les guardarás rencor,
sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Yo soy el Señor”».
Salmo 102, 1-2. 3-4. 8 y 10. 12-13
Bendice, alma mía, al Señor,
y todo mi ser a su santo nombre.
Bendice, alma mía, al Señor,
y no olvides sus beneficios.Él perdona todas tus culpas
y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa,
y te colma de gracia y de ternura.El Señor es compasivo y misericordioso,
lento a la ira y rico en clemencia.
No nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas.Como dista el oriente del ocaso,
así aleja de nosotros nuestros delitos.
Como un padre siente ternura por sus hijos,
siente el Señor ternura por los que lo temen.
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios 3, 16-23
Hermanos:
¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?
Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios es santo: y ese templo sois vosotros.
Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios, como está escrito: «Él caza a los sabios en su astucia». Y también: «El Señor penetra los pensamientos de los sabios y conoce que son vanos».
Así, pues, que nadie se gloríe en los hombres, pues todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefas, el mundo, la vida, la muerte, lo presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios.
Evangelio según san Mateo 5, 38-48
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas.
Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos.
Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».
HOMILÍA
Las lecturas de este domingo nos hacen una llamada a la santidad; En nuestra vida espiritual hemos de aspirar al 10. La imagen de Dios no puede ser una copia defectuosa, sino la expresión de su perfección. El cristiano no debería conformarse con ser una persona buena; también muchos creyentes de otras religiones e incluso no creyentes son personas buenas; el elemento diferenciador del cristiano es que aspira a la santidad, llegando incluso a sacrificar su vida. ¿No hace lo mismo Dios con nosotros? ¿No somos imagen suya? Esta espiritualidad tiene unas implicaciones prácticas que vienen señaladas en la primera lectura:
1º. No oidar “de corazón”. Existe un odio superficial y otro profundo. El odio superfcial no pasa de ser un sentimiento, y como todo sentimiento es algo siempre pasajero. Sin embargo, el odio profundo lleva consigo la voluntad de no querer amar ni perdonar; es decir, elegir hacer el mal, pensando que no hay posibilidad de recomponer las relaciones. Esto sucede cuando no se cree que Dios es capaz de reparar nuestros corazones, cerrando toda posibilidad de reconciliación. En el fondo, odiar de verdad es dejar de creer en el poder de Dios. Quien odia es incapaz de creer verdaderamente en Dios.
2º. Reprender al prójimo cuando sea necesario. No deberíamos ser indiferentes al mal del otro. No vale decir aquello de “que cada cual haga con su vida lo que quiera”, porque toda vida influye en las otras, de manera que la actitud indiferente provoca un mal en mí. No se trata de juzgar al otro, sino de indicarle algo que la otra persona no puede ver. Nuestra responsabilidad acaba ahí. Tampoco se trata de reprender a todo el mundo, sino sólo al prójimo, es decir, al que está más cerca, porque la transformación del mundo comienza por nuestro entorno más cercano.
3º. Rechazar la venganza y el rencor; elegir el amor al prójimo como a uno mismo: El rencor es como una piedra al cuello que nos oprime y termina por hundirnos. La venganza es su consecuencia. Con la caída del enemigo cae también aquél que puede poner de manifiesto nuestros miedos, iras, odios y toda maldad que llevemos dentro. Con la ruina del que nos hace daño desaparece también toda posibilidad de comprobar nuestra capacidad de resistencia, paciencia y constancia en la prueba; con ello nuestra fe se debilita. Necesitamos incluso a los enemigos, para que saquen de nosotros lo que realmente sentimos y somos.
Somos templo de Dios. Destruir a la persona es destruir ese templo. A veces creemos saber más que nadie, pero nuestra sabiduría puede hacer daño a los demás si no va acompañada del amor. El amor hace “necia” la sabiuduría humana; la humilla para que alcance su verdadero sentido. Los pensamientos de los que creen que saben mucho son “vanos” porque son pura teoría que no tiene en cuenta la realidad ni los sentimientos de los demás. Es cierto que existe una sabiduría humana autónoma de Dios, pero nosotros no nos pertenecemos a nosotros, sino a Cristo, y Cristo siempre está prendido del Padre. Sin esa referencia divina, nuestra autonomía humana (y con ella toda ciencia y saber) deriva en la nada.
Continuando el Evangelio de este domingo con el sermón de la montaña Jesús nos enseña gráficamente cómo afrontar al que nos ataca. Hay que impedir por todos los medios que se nos contagie la ira del agresor. Por ello no es suficiente la norma del “ojo por ojo”, que era en su momento una forma de evitar venganzas más crueles que los agravios que las provocaban. Jesús va más lejos y nos pide no aceptar el reto del enemigo; ese es el sentido de presentar la otra mejilla. Se trata de mostrar al que nos ataca que su guerra no es la nuestra, que nosotros luchamos por los bienes celestiales, no por los terrenales. A veces las disputas suceden por cosas triviales, por detalles.
Hay muchas personas a las que les cuesta ser cristianos porque creen que “amar a los enemigos” es una norma moral. En realidad, es más que eso; el amor al enemigo y la respuesta con bien al mal que nos hacen tiene dos objetivos:
Uno es blindarnos con un escudo de amor a la ira que quiere invadirnos, evitando así que el mal que padecemos injustamente penetre también en nuestros corazones, contaminándolos con esa misma injusticia. Eso se consigue únicamente con la oración. Es realmente milagroso pedir por los que nos hacen daño, con nombres y apellido. Pedir bendiciones por las personas que nos odian, aunque tengamos que apretar los dientes.
El segundo objetivo del amor a los enemigos es ofrecerles una tabla de salvación para que reflexionen y se conviertan. La agresión que repele otra agresión generalmente enciende otra más fuerte… y así sucesivamente hasta que un contendiente es derrotado. Como dice el refrán: “ojo por ojo hasta quedar todos ciegos”. Pero vencer derrotando al enemigo nos sumerge en un espejismo de paz, porque la paz no es la ausencia de conflicto, sino el uso del conflicto como elemento purificador del propio corazón. Es este un camino espiritual espinoso que nos lleva al verdadero Reino de Dios, lugar de libertad, equilibrio espiritual y emocional. Esta es la verdadera reconciliación.
En definitiva, sin Gólgota no hay redención. No hay otro camino. Sin amor al enemigo desde las cruces a las que éstos nos someten, nuestro mundo no tiene solución. Aniquilar al enemigo sólo nos lleva a una paz: la paz de los cementerios.