Domingo 24° Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Lectura del libro del Eclesiástico (27,33-28,9)

El furor y la cólera son odiosos; el pecador los posee. Del vengativo se vengará el Señor y llevará estrecha cuenta de sus culpas. Perdona la ofensa a tu prójimo, y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. ¿Cómo puede un hombre guardar rencor a otro y pedir la salud al Señor? No tiene compasión de su semejante, ¿y pide perdón de sus pecados? Si él, que es carne, conserva la ira, ¿quién expiará por sus pecados? Piensa en tu fin, y cesa en tu enojo; en la muerte y corrupción, y guarda los mandamientos. Recuerda los mandamientos, y no te enojes con tu prójimo; la alianza del Señor, y perdona el error.

 

Salmo 102

El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. 

Bendice, alma mía, al Señor, y todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. R.

Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades;
él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. R.

No está siempre acusando ni guarda rencor perpetuo; no nos trata como merecen nuestros pecados
ni nos paga según nuestras culpas. R.

Como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos. R.

 

Lectura de la carta a los Romanos (14,7-9)

Hermanos: Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó Cristo: para ser Señor de vivos y muertos.

 

Mateo 18,21-35

En aquel tiempo, se adelantó Pedro y preguntó a Jesús: “Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?” Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Y a propósito de esto, el reino de los cielos se parece a un rey que quiso ajustar las cuentas con sus empleados. Al empezar a ajustarlas, le presentaron uno que debía diez mil talentos. Como no tenía con qué pagar, el señor mandó que lo vendieran a él con su mujer y sus hijos y todas sus posesiones, y que pagara así. El empleado, arrojándose a sus pies, le suplicaba diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré todo.” El señor tuvo lástima de aquel empleado y lo dejó marchar, perdonándole la deuda. Pero, al salir, el empleado aquel encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, agarrándolo, lo estrangulaba, diciendo: “Págame lo que me debes.” El compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: “Ten paciencia conmigo, y te lo pagaré.” Pero él se negó y fue y lo metió en la cárcel hasta que pagara lo que debía. Sus compañeros, al ver lo ocurrido, quedaron consternados y fueron a contarle a su señor todo lo sucedido. Entonces el señor lo llamó y le dijo: “¡Siervo malvado! Toda aquella deuda te la perdoné porque me lo pediste. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?” Y el señor, indignado, lo entregó a los verdugos hasta que pagara toda la deuda.

Lo mismo hará con vosotros mi Padre del cielo, si cada cual no perdona de corazón a su hermano.”

 

HOMILÍA

¿Existe en este momentos en tu corazón rencor contra alguien? Si es así, que aparezca también el deseo de venganza es cuestión de tiempo. El rencor siempre se indigesta si no es expulsado a tiempo, y esa indigestión siempre termina haciendo daño, primero a los demás y finalmente a uno mismo ¿Cómo podemos eliminar el rencor de nuestro corazón? La respuesta es tan sencilla de responder como difícil de llevar a cabo. La medicina que acaba con la indigestión de rencor es el PERDÓN. Pero, ¿Cómo podemos perdonar al que nos ha ofendido e incluso al que no tiene intención de retirar su ofensa? Sencillamente no podemos; es algo que nos supera. Podemos plantear el perdón como una especie de imperativo ético, una especie de ley moral que nos obligue a volcar todas nuestras energías en luchar contra un caudal de resentimiento inagotable que brota sin cesar de nuestro corazón. Todos tenemos experiencia de intentar perdonar, casi siempre con el mismo resultado; por más que nos empeñemos, nuestro corazón hace aguas por todos sitios y finalmente nos hundimos en un mar de culpabilidad, sometidos a una presión inhumana por intentar luchar contra una realidad que siempre acaba por derrotarnos. Sencillamente hemos de reconocer que no podemos perdonar; será precisamente ahí, en ese reconocimiento, cuando comienza misteriosamente el milagro.

 

Cuando el sujeto del perdón dejo de ser “yo”, empezaré a comprender que antes que perdonar he de experimentar ser perdonado, pues el verdadero protagonista de esta corriente sanadora y de esta energía inagotable y recuperadora no soy yo, sino Dios. En el padre nuestro Jesús nos lo enseñó de una manera perfecta: “perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. No decimos “como nosotros perdonamos a los demás, perdónanos tú también a nosotros”. El perdón de Dios no es el resultado de nuestro perdón ni es una recompensa merecida por haber hecho los deberes; el perdón de Dios es pura gratuidad, una corriente que vivifica.

 

Hemos de intentar sacar el “perdón” del ámbito moral y ético para colocarlo en el ámbito espiritual, que es su sitio verdadero, pues únicamente sintiéndose empapado de esa corriente divina de misericordia seremos capaces de sumergirnos en la misma, sumándonos a su efusión para darnos con ella las veces que haga falta, es decir, siempre. Esto es lo que pide Pablo a los cristianos de Roma para curar sus divisiones y confrontaciones. Al igual que pasaba en aquella Iglesia, también en todas nuestras parroquias y comunidades existen desencuentros, rencillas, enfrentamientos… Si lo analizamos bien, casi todos estos problemas son por cuestiones nimias.

 

A veces los problemas concretos de la vida cotidiana no nos dejan ver el horizonte, como el árbol que nos tapa el bosque cuando nos acercamos a él demasiado.

 

Cuando hacemos de los problemas parroquiales o comunitarios el centro de nuestra vida, los estamos hinchando, dándoles un protagonismo que no deberían tener. No es que no existan, existen y siempre existirán, pero no podemos darles un protagonismo que no tienen. Por eso el libro del Eclesiástico nos invita a pensar en nuestro fin y a cesar en nuestro enojo; lo verdaderamente importante, lo que nunca debemos de olvidar es que en la vida y en la muerte somos del Señor; lo demás es circunstancial, transitorio, pasajero. Jesús nos abre a un horizonte nuevo, a una religión que no se deja controlar por normas humanas, que no cuantifica la paciencia ni mide la misericordia como en el antiguo testamento. Perdonar es una asignatura que el hombre ha ido aprendiendo a lo largo de la historia y sobre la cual nos queda todavía mucho que aprender. De la venganza que propone el libro del Génesis para castigar al culpable se pasó a la ley del Talión que propuso el Éxodo. Según esta ley, que buscaba la justicia, la venganza no debía ser desproporcionada al delito; es decir, no se podía dejar sin dientes al que había partido a otro un sólo diente, ni dejar ciego al que había dejado tuerto al otro. En realidad, la ley del Talión trata de poner orden, regular la venganza para que no fuera injusta. Esa ley sigue vigente en el corazón de muchos creyentes y es tal vez la que sirve para justificar la pena de muerte.

 

Jesús sin embargo va mucho más lejos. A la pregunta de Pedro sobre la cuantificación del perdón y la paciencia (método de algunas escuelas rabínicas), Jesús responde con un perdón que nos sorprende y desconcierta. Este perdón no es pusilanimidad, sino coraje, valentía y fe en la bondad de la creación. Jesús no se pierde en detalles, sino que va a la raíz. El perdón no es algo humano, sino de Dios. El hombre lo recibe y lo debe administrar consciente de que no es suyo. Hemos de perdonar porque hemos sido perdonados, no por un imperativo moral, como hemos dicho antes, sino por la alegría desbordante de sentirse amado. Nuestra relación con Dios no es un compartimento estanco; nuestra fe no es algo privado entre Dios y nosotros. El perdón nos supera por abajo y no por arriba, nos desborda, y por eso no hemos de ponerle puertas como quiso hacer el siervo injusto de la parábola.

 

Para vivir este perdón hemos de tener la humildad de pedirlo, y para pedirlo hay que reconocer primero que lo necesitamos. Si queremos perdonar porque el odio se nos indigesta (es el pecado que más hace sufrir al ser humano), no perdamos las fuerzas en un esfuerzo inútil ni caigamos en la tentación de luchar contra nuestra débil naturaleza; vayamos rápidamente a mostrarnos tal y como somos ante Dios; a reconocer que necesitamos ser perdonados porque somos débiles. Esa debilidad reconocida es sin duda la que nos hace hermanarnos con esos otros hermanos a los que debemos fortalecer, no con nuestra venganza sino con la misericordia, la paz, la esperanza, la fe y el amor que recibimos gratis de Dios.

Sermon Media