Domingo 23° Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Lectura del profeta Ezequiel (33,7-9)

Así dice el Señor: “A ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte. Si yo digo al malvado: “¡Malvado, eres reo de muerte!”, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre; pero si tú pones en guardia al malvado para que cambie de conducta, si no cambia de conducta, él morirá por su culpa, pero tú has salvado la vida.”

 

Salmo responsorial (94)

Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: “No endurezcáis vuestro corazón”.

Venid, aclamemos al Señor, demos vítores a la Roca que nos salva; entremos a su presencia dándole gracias, aclamándolo con cantos. R.

Entrad, postrémonos por tierra, bendiciendo al Señor, creador nuestro. Porque él es nuestro Dios, y nosotros su pueblo, el rebaño que él guía. R.

Ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón como en Meribá,
como el día de Masá en el desierto; cuando vuestros padres me pusieron a prueba y me tentaron, aunque habían visto mis obras.” R.

 

Lectura de la carta a los Romanos (13,8-10)

Hermanos: A nadie le debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley. De hecho, el “no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no envidiarás” y los demás mandamientos que haya, se resumen es esta frase: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo.” Uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera.

 

Evangelio según san Mateo 18,15-20

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si tu hermano peca, repréndelo a solas entre los dos. Si te hace caso, has salvado a tu hermano. Si no te hace caso, llama a otro o a otros dos, para que todo el asunto quede confirmado por boca de dos o tres testigos. Si no les hace caso, díselo a la comunidad, y si no hace caso ni siquiera a la comunidad, considéralo como un gentil o un publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo. Os aseguro, además, que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre del cielo. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.”

 

HOMILÍA

Hay un lema ecológico que dice: “No tires nada; ¡recicla!”. Incluso la basura bien tratada puede llegar a ser útil. Pero, ¿y las personas? ¿Somos reciclables también las personas? Mirando la palabra de Dios, la respuesta es afirmativa: no sólo las personas son reciclables, sino que no hacer nada para reciclarlas supone abrir el camino de la propia perdición. Jesucristo es “el gran recuperador”. Para él no había nada ni nadie perdido; incluso en las situaciones más desoladoras Jesús siempre deja la puerta abierta al cambio.

 

Hay personas que tienen mucha facilidad para tirarlo todo; otras, en cambio, no tiran nada y acumulan compulsivamente todo tipo de cosas y chismes, pensando que un día les serán útiles. El reciclaje es el término medio. Reciclar es aprender a reparar y recuperar, lo cual supone toda una nueva actitud ante la vida: ni tirar indiscriminadamente ni acumular inútilmente; transformar y transformarse. A las personas nos pasa algo parecido. Solemos ir de un extremo a otro con suma facilidad: O bien condenamos a los demás dejando a quien juzgamos como “imposible”, cortando así toda posibilidad de recuperación, o tenemos la manga tan ancha que bajo capa de “tolerancia” lo consentimos todo. Ni lo uno ni lo otro es constructivo; más bien son actitudes destructivas. Recuperar y reciclar a las personas supone un trabajo que requiere mucha pedagogía si se quiere ser efectivo; pero no una pedagogía cualquiera, sino la pedagogía del amor. Esta pedagogía supone un compromiso y un esfuerzo vital; por ello resulta tan fácil caer en la tentación de los extremos. Sin embargo, cuando esta actitud de vida se hace propia, se abren nuevos horizontes y la vida se ensancha y oxigena. Veamos en cuatro pasos este esfuerzo recuperador según el evangelio:

1. Hablar a solas con el hermano. Supone evitar todo juicio previo y toda publicidad gratuita de su error que lo sepulte y condene en vida. Es todo un gesto de delicadeza, elegancia y respeto a la condición humana; lo que requiere de una verdadera fe en la posibilidad de conversión.

2. Llamar a dos o tres testigos. Esto nos ayuda evitar que nuestro “juicio” sea parcial. Incorporar a testigos supone enriquecer las visiones enfrentadas y tal vez subjetivas, eliminando todo peligro de prejuicios o visiones estrechas.

3. Dar la voz de alarma a la comunidad, para que toda ella se una al proceso y refuerce el trabajo recuperador del hermano perdido.

4. Considerar al hermano que reúsa nuestra corrección como “pagano” o “publicano”. En el fondo no es la comunidad la que expulsa o excomulga, sino que es la propia persona la que se auto excluye negándose a entrar en el proceso regenerador que se le ha ofrecido, aislándose y cerrándose en su propia obstinación.

Si nos paramos a pensar cómo vivimos esta propuesta evangélica en nuestra vida cotidiana, hemos de reconocer que con frecuencia actuamos justo al contrario: Primero criticamos públicamente con una crítica que ya lleva consigo un prejuicio y una condena; luego esa crítica pasa por grupos grandes y pequeños hasta llegar a romper la relación que nos unía con esa persona. En el fondo, se trataría de huir de maximalismos y posturas radicales para adquirir la finura, elegancia y delicadeza suficiente para tratar a los demás con ternura; justo como a nosotros nos gustaría ser tratados, porque el amor es la fuente de todo proceso regenerador.

No es posible regenerar sin amor; incluso en el caso de llevar toda la razón, si el prójimo no percibe en nuestra corrección el dolor sincero por su error y el deseo vivo de su recuperación, le cerramos indirectamente todas las puertas del perdón, abriéndoles las del orgullo y el amor propio. Tener una actitud “vigilante”, como pide Ezequiel, no es tener una actitud censora ni represiva. El profeta es vigilante no sólo para salvar al otro, sino para salvarse a sí mismo, tratando de levantar al caído. Al vigilante no le mueve la curiosidad, el chismorreo o el morbo de descubrir errores ajenos, sino el deseo de que no los haya; y si los hay, el de contribuir a regenerarlos.

Gracias a Dios cada día aprendemos y valoramos más el valor que tiene la comunidad en este proceso. Sin comunidad estaríamos perdidos porque no habría nadie que nos vigilara y alertara de lo que nosotros no vemos; de esa manera nuestra fe se vería abocada al error sin posibilidad alguna de reciclaje, ahogados en nuestra propia ceguera espiritual. Y es que un pecador puede convertirse y cambiar, pero un ignorante que se cree en la verdad difícilmente será capaz de reconocer su error y enmendarlo.

Velemos los unos por los otros para que, si alguno cae, el amor de la comunidad le levante y regenere, porque salvando a uno de nuestros hermanos, nos salvamos también nosotros con él.

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