Domingo 19° Tiempo Ordinario (Ciclo A)

Lecturas:

Reyes 19, 9a. 11-13a; Salmo 84; Romanos 9, 1-5; Mateo 14, 22-33.

 

HOMILìA

Dudar no tiene por qué ser lo contrario a creer; Dios puede convertir una experiencia de duda en un momento de purificación que nos abra al horizonte de una fe más auténtica. Como Elías, muchos de nosotros hemos sentido la experiencia de encerrarnos en una cueva a la espera de tiempos mejores. Esa cueva puede ser símbolo de una crísis, de una depresión, de un fracaso o del cansancio que produce entregarse a algo sin que haya recompensa. Pero la cueva de Elías no es una cueva cualquiera; Elías, en su búsqueda sincera de Dios, recorre el mismo camino que recorrió Moisés y se refugia en el mismo lugar donde Moisés recibió su vocación y después hizo la Alianza con Dios. Es decir, Elías no huye por cualquier camino, sino que usa el camino por el que Dios liberó al pueblo, un camino santo en el que Dios se manifiesta; un camino de encuentro con Dios.

De la misma forma que Elías estaba perseguido en aquella época por la amenaza poderosa del culto a los ídolos, el creyente de hoy en día también está amenzado por nuevos ídolos y falsos dioses que se muestran de forman espectacular, irrumpiendo como huracanes, terremotos o fuegos que abrasan las emociones. Da lo mismo que sea el laicismo que sacraliza el hedonismo y prostutiye la libertad, o el fanatismo religioso que pretende incendiar en la hoguera todo lo que no encaje con sus dogmas; Ninguna de esas realidades libera; ninguna de esas experiencias abre al encuentro con Dios. Elías descubre que Dios viene tras la brisa suave de lo cotidiano, sin espectacularidad, en el día a día; es así como se pone en pié para encontrarse con Dios de la misma forma que podemos hacer nosotros, saliendo de nuestras cuevas, plantándonos ante el monte del Señor y descubriendo que al igual que habló a Moisés y a Elías, hoy nos habla también a nosotros para hacer de nuestras vidas prolongaciones de ese camino de libertad que se abre paso a lo largo de la historia.

Con Pablo tenemos que sentir la terrible tragedia de ver como hasta los mismos creyentes no acaban de encontrar este camino, empeñados en hacer entrar a Dios por sendas humanas que se agotan en su espectacularidad, subiendo como la espuma para luego desaparecer; que alumbran como un cohete de feria que deslumbra para luego dejarnos en la más incierta oscuridad.

Desde que el hombre es hombre existen religiones; unas más organizadas y otras menos, pero hay que decirlo claro: ninguna de ellas ha sido capaz de abrir definitivamente en este mundo un camino de verdadera libertad; ninguna ha apostado decididamente por la brisa suave; unas han caído en las redes de los poderes de este mundo pretendiendo salvar a la fuerza; otras han convertido los caminos de libertad en sendas de autobúsqueda egocéntrica. Tal vez por esta razón casi todos los renovadores, profetas o místicos han sido tratados como proscritos o herejes. Hemos de preguntarnos con sinceridad si los grandes hombres y mujeres que veneramos como santos volvieran a nuestros templos no terminarían sufriendo de nuevo como sufrieron en su época. Hemos de preguntarnos si entre los expulsados de nuestros círculos no pueden existir nuevos “Elías” o “Pablos” anunciando lo que nadie quiere oir, proclamando en lo cotidiano que Dios no está en la tormenta ni en el viento impetuoso, ni en las multitudes ni en los macro encuentros y festivales, ni en los shows que nos montamos para retroalimentar nuestra inseguridad disfrazando de fervor un alma que duda y que se hunde cuando caminamos por las aguas de la vida.

Como los discípulos, la presencia de Cristo caminando hacia nosotros nos da miedo. Frente al “no temed, SOY YO”, siempre contestamos con la necesidad de pruebas, de milagros, de actos que se salgan de lo común, que nos alejen de la barca en la que la humanidad cruza los mares de la historia: “si eres tú que yo también camine sobre el agua”, dirá Pedro. Es como si quisiéramos tomar un atajo; como si la religión fuera algo al margen de este mundo, siempre necesitada de pruebas, milagros, juegos de artificio para convencer. El resultado es siempre el mismo: cuando no dejamos que Cristo camine hacia nosotros y nos empeñamos en ser nosotros los que caminemos hacia él, nos hundimos porque nuestra fe es débil. Es entonces, en ese momento de crisis, de duda, de desesperación (en la cueva con Elías) cuando gritamos “Señor, sálvame”. Y sin saberlo pronunciamos la palabra clave, descubrimos que la cueva o el mar de dudas, lejos de ser lo que nos separa de Dios es lo que nos abre a la verdadera religión, una religión cotidiana, que aprende a tejer con pequeños hilos de incertidumbre un lazo irrompible de amor pedido entre lágrimas, a borbotones de humildad, con la sinceridad del que se sabe desnudo, hundido y tan pequeño como un niño en un pesebre o un ajusticiado en la cruz.

Sermon Media