Domingo 12° tiempo ordinario (Ciclo B)

Lectura del libro de Job (38,1.8-11)

El Señor habló a Job desde la tormenta: “¿Quién cerró el mar con una puerta, cuando salía impetuoso del seno materno, cuando puse nubes por mantillas y nieblas por pañales, cuando le impuse un límite con puertas y cerrojos, y le dije: “Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas”?”

 

Salmo responsorial: 106
Dad gracias al Señor, porque es eterna su misericordia.

Entraron en naves por el mar, comerciando por las aguas inmensas.
Contemplaron las obras de Dios, sus maravillas en el océano. R.

Él habló y levantó un viento tormentoso, que alzaba las olas a lo alto;
subían al cielo, bajaban al abismo, el estómago revuelto por el mareo. R.

Pero gritaron al Señor en su angustia, y los arrancó de la tribulación.
Apaciguó la tormenta en suave brisa, y enmudecieron las olas del mar. R.

Se alegraron de aquella bonanza, y él los condujo al ansiado puerto.
Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. R.

 

Lectura de la segunda carta a los Corintios (5,14-17)

Hermanos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos. Por tanto, no valoramos a nadie según la carne. Si alguna vez juzgamos a Cristo según la carne, ahora ya no. El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado.

 

Evangelio según san Marcos 4,35-40

Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla.” Dejando a la gente, se lo llevaron en la barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: “¡Silencio, cállate!” El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” Se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Pero, quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”

 

HOMILÍA

Todo en esta vida tiene un límite, tanto las cosas buenas como las malas. No sólo se pasan los buenos ratos y los momentos alegres, sino también las penas y las desgracias. Dice el refrán que “no hay mal que mil años dure ”. Sólo tenemos que mirar nuestro pasado para darnos cuenta que hubo momentos muy difíciles de los que creíamos nunca podríamos salir; y sin embargo, aquí estamos. No obstante, la vida que repara esos males también tiene fecha de caducidad y, con el tiempo, se apaga. El límite de la vida en este mundo se llama muerte. Pero ¿También tiene límite la muerte?
¿Se acaba la muerte al igual que se acaba todo en este mundo? La respuesta depende de la fe; como somos creyentes tenemos que afirmar que, efectivamente, también la muerte tiene sus días contados. El límite de la muerte se llama “amor”, pero no un amor cualquiera, sino el amor de Dios manifestado en Jesucristo; un amor que nos estimula y alienta a superar toda adversidad, incluso la muerte.

Tenemos ya una intuición de esta verdad de fe la en esta vida cuando recordamos, rezamos o pedimos por aquellos que amábamos y han fallecido. No importa de qué raza o religión se sea; el ser humano tiende naturalmente a creer que más allá de la muerte hay una realidad sanadora y reparadora de esta tragedia, algo que pone límites al mar de la muerte que amenaza la vida. Sin embargo, este amor no es algo estático; no se trata de una filosofía ni de una creencia teórica; el amor de Dios exige movimiento, dinamismo, salir de uno mismo, cruzar fronteras y barreras… en una palabra, “cruzar a la otra orilla ”. Amar no es especular con lo que hay más allá; ni tan siquiera inventar aparatos para verlo desde la distancia, sino atreverse a cruzar por sendas desconocidas al encuentro de esa otra orilla que, a fin de cuentas, es nuestro verdadero hogar.

Para cruzar ese mar oscuro y desconocido sólo contamos con una pobre barca en la que tendremos que remar con fuerza, constancia y valor. Esa barca es nuestra vida y a la vez es la Iglesia. La barca sufrirá vientos y tormentas que la inundarán de lágrimas, miedos y fracasos. Serán momentos en los que nos preguntaremos dónde está Dios; la respuesta es poco alentadora: Dios está dormido en la popa; es decir, no en la proa como buen capitán haciendo frente a las olas por nosotros, sino en la retaguardia. Y es que Dios tiene una forma muy particular de salvarnos del mal. Él prefiere empujar con sus sueños (desde popa) a arrastrar con su fuerza su creación (desde proa). La imagen de Dios que se trasluce en esta imagen no es la de un Dios que desde lo alto dirige la historia provocando la pasividad de los que van montados en la barca, sino la de un Dios que confía plenamente en sus “marineros”, asegurando esa fe con su discreta presencia.

Nosotros, como hombres y mujeres de poca fe, lejos de asumir la responsabilidad de manejar nuestra propia barca confiados en su presencia, a veces empleamos todas nuestras energías en quejarnos y lamentarnos, tratando de despertar a Dios con nuestros gritos para pedirle explicaciones por su aparente dejadez. No somos conscientes que esa imagen de Dios es falsa. Rezamos y pedimos explicaciones a una imagen de Dios que no es real. Su respuesta es demoledora, poniendo en evidencia nuestra cobardía y falta de fe, dos actitudes, sin duda, muy actuales.

En el evangelio, Jesús ordena al viento y a las olas que se detengan, pone en su sitio a la naturaleza, pero también a los cobardes y faltos de fe: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Todavía no creéis?”! Y es que a Dios le resulta infinitamente más difícil detener el miedo y las dudas de sus criaturas que parar el viento y las olas, que a fin de cuentas son fenómenos naturales exentos de libertad. Podemos pasarnos la vida preguntándonos de dónde viene esa fuerza que nos hace superarnos, vencer las dificultades, sobreponernos y creer más allá de lo visible; pero no podemos evitar seguir dudando y temblando de miedo ante el dolor y el fracaso.

Dios pone límite a todo; la misma muerte termina con la resurrección. ¿En qué terminará nuestra increencia? Sólo el amor puede vencer la falta de fe, los miedos y las dudas. Sólo el amor es eterno, porque Dios es fuente inagotable de ese amor. No tengamos miedo a cruzar a esa otra orilla. Reforcemos nuestra fe tratando de no estar siempre quejarnos como niños; tomemos consciencia de que Dios nunca nos deja solos; Él está a bordo de nuestra barca, compartiendo nuestro destino, confiado en los que ha elegido para esta travesía. Que su presencia nos proteja de toda tempestad y nos dé fuerzas para manejar nuestro destino hasta arribar a la otra orilla.

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