Conmemoración de los fieles difuntos

Lectura del libro de Job (19,1.23-27a)
Respondió Job a sus amigos: “¡Ojalá se escribieran mis
palabras, ojalá se grabaran en cobre, con cincel de hierro y en
plomo se escribieran para siempre en la roca! Yo sé que está
vivo mi Redentor, y que al final se alzará sobre el polvo:
después que me arranquen la piel, ya sin carne, veré a Dios;
yo mismo lo veré, y no otro, mis propios ojos lo verán.”

 

Salmo responsorial 24
A ti, Señor, levanto mi alma.
Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor. R.
Ensancha mi corazón oprimido
y sácame de mis tribulaciones.
Mira mis trabajos y mis penas
y perdona todos mis pecados. R.
Guarda mi vida y líbrame,
no quede yo defraudado de haber acudido a ti.
La inocencia y la rectitud me protegerán,
porque espero en ti. R.

 

Lectura de la carta a los filipenses (3,20-21)
Hermanos: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde
aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará
nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo
glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo.

 

Evangelio de Marcos 15,33-39;16,1-6
Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta
media tarde. Y, a la media tarde, Jesús clamó con voz potente:
“Eloí, Eloí, lamá sabaktaní”. (Que significa: “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?”) Algunos de los presentes,
al oírlo, decían: “Mira, está llamando a Elías.” Y uno echó a
correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una
caña, y le daba de beber, diciendo: “Dejad, a ver si viene Elías
a bajarlo.” Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del
templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que
estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente
este hombre era Hijo de Dios.”
[Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago, y
Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y
muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol,
fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras: “¿Quién nos
correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” Al mirar, vieron
que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande.
Entraron en el sepulcro y vieron a un joven sentado a la
derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo: “No os
asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está
aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron.”]

 

HOMILÍA
La conmemoración de los fieles difuntos fue instituida en el año
998 por el abad San Odilón de Cluny y posteriormente adoptada por la
Iglesia. Esta celebración busca ayudar a las almas del purgatorio en su
camino de purificación, para poder alcanzar con más facilidad la santidad
en el momento del juicio final. No hemos de confundir ni mezclar esta
celebración con la solemnidad de todos los santos. El hecho de que se
celebren en días seguidos hace que ambas celebraciones tiendan a ser
confundidas como una única fiesta, mezclando a los difuntos con los
santos, como si ambos compartieran una misma realidad. Todo ello se
agrava si añadimos la contaminación con las celebraciones paganas,
sobre todo provenientes de la cultura anglosajona o mexicana a través de
Halloween o del día de los muertos.
Si bien hemos de asumir que muchas de nuestras celebraciones no
vienen “llovidas del cielo”, sino que emergen de una realidad social y
cultural entremezclada con elementos paganos que a menudo son
sacralizados, también hemos de tener claro que muchos de esos
elementos antropológicos o sociológicos están a veces contaminados por
creencias supersticiosas, e incluso mágicas, entrando en clara
contradicción con el mensaje de la fe. Discernir lo uno de lo otro para no
mundanizar las celebraciones religiosas es una tarea teológica y pastoral
de primer orden, pues incluso con la mejor de las intenciones podemos
caer en el error de trivializar, cuando no atentar directamente contra el
mensaje de la salvación.
La Iglesia celebra el uno de noviembre a todos los santos,
especialmente a los anónimos cuyas almas esperan, cerca de Dios (en
contemplación beatífica) la resurrección de la carne para culminar así su
salvación. En el día de los difuntos, más que hablar de santidad,
hablamos de la realidad de aquellos que han muerto con una vida que
todavía no está preparada para entrar en la presencia de Dios,
necesitando una purificación. Si bien ese proceso de purificación de
nuestras almas tras la muerte es un proceso personal, no está exento de
la solidaridad y ayuda de los santos y de los que todavía estamos en este
mundo pues, según la comunión de los santos, el hecho de que nadie se
salve solo sino en comunión nos lleva a tener que rezar los unos por los
otros, especialmente por quienes más lo necesitan.
De esta forma, en este día, toda la Iglesia alza su oración por los
que han fallecido, cualquiera que sea su estado o situación, mostrándoles
nuestra solidaridad y apoyo para que en su proceso de purificación
encuentren el camino adecuado que le lleve a entrar en la salvación, tras
el juicio final que todos tendremos que afrontar para afianzar el bien que
haya en nosotros y ser liberados de todo mal. Será entonces cuando cada
alma recupere su cuerpo espiritualizado, venciendo así la consecuencia
de la muerte y afrontando la plena relación con Dios y con los hermanos.
Hablar de difuntos es hablar de separación y toda separación tiene
mucho de dolor y pena. Lo primero que la muerte separa es el alma del
cuerpo. Desde un punto de vista espiritual, existen muchas formas de
muertes, pero todas ellas conducen a la más evidente: la muerte
biológica. Con todo, la muerte que acontece al final de una vida biológica
viene precedida de muchas pequeñas muertes, que son como pequeñas
(o grandes) separaciones provocadas por rupturas o pérdidas. Podemos
considerar a este proceso injusto y cruel con la palabra “diabólico”, que
literalmente significa todo aquello que separa, rompe o rasga,
especialmente la unidad y la armonía original de la creación, cuando ésta
sale de las manos de Dios.
Así, es muerte perder la salud (bien de forma brusca o lenta), la
vitalidad, la amistad, la paz, la paciencia, la decencia, la vergüenza, la
justicia, la bondad… hay muertes biológicas y muertes morales; pero son
realidades que van íntimamente unidas, pues ya nos dijo san Pablo que
la muerte es consecuencia del pecado (Rom 5,12). A la raíz de este mal
que nos obliga a distinguir entre vivos y muertos, santos y pecadores,
está la obstinación diabólica que pretende romper y separar lo que la
dinámica creativa de Dios ha pensado y quiere que sea unidad y armonía.
Pero lo que en estas fechas más a flor de piel tenemos es la
separación de aquellas personas queridas (amigos y familiares) que han
dejado este mundo. Incluso abrimos el abanico para tener presentes
también a todos aquellos difuntos anónimos por los que ya nadie reza.
Un paseo por nuestros cementerios nos hace caer fácilmente en la cuenta
de lo caduco que es el recuerdo de los que han dejado este mundo.
¡Cuántas tumbas nobles que en su momento fueron lujosos panteones
hoy se hunden abrazados por las hierbas silvestres sin que queden
familiares que las limpien o lleven flores! Y es que, en el mejor de los
casos, nuestra memoria permanece dos o tres generaciones, no más.
¿Quién recuerda el nombre de sus bisabuelos o tatarabuelos? ¿Quién
sabe dónde están enterrados y reza por ellos con la misma pasión que lo
hace por sus padres o abuelos? Y eso en el caso de familias más o menos
estructuradas o ennoblecidas, pero ¿Qué hay de aquellos que mueren
solos o de los pobres en tumbas comunes? Pues hoy es el día para alzar
la voz y el corazón por ellos y mostrarles nuestra solidaridad.
Pero si la muerte sólo fuera una separación, todo sería tristeza,
pena o añoranza por quien se fue y ya no volverá, recuerdos que sólo
encienden nuestra melancolía y nos hacen entrar en un bucle inútil de
sentimientos que nos hacen esclavos de unos duelos imposibles de
superar.No hace falta explicar el dolor de la separación, pues es algo que
todo ser humano normal experimenta, creyente o no creyente. No sentir
el dolor de la separación es un síntoma de alguna psicopatía o de
procesos psicológicos enfermizos que se blindan ante la realidad para no
sentir el dolor. Lo normal es que nos duela la muerte, y no sólo porque
nos arrebata a los seres queridos, sino también porque es como una
profecía que anticipa nuestro propio final.
Pero Dios tiene la capacidad de reconducir toda traba diabólica
para que finalmente encaje en la dinámica creativa de Dios mediante
procesos restaurativos. Dios es como el judoca que usa la fuerza bruta
del enemigo para vencerle sin humillarlo, esperando incluso su
conversión, porque Dios quiere la conversión del pecador, no su
condenación, que es como una muerte de la que ya sí que no se puede
volver porque libre y conscientemente se elige la separación de Dios por
pura obstinación.
Así, Dios nos ayuda en este día a darle un sentido nuevo a toda
separación, asumiendo lo que de injusto y cruel tiene, pero dotándola de
un sentido nuevo. Dios nos enseña a amar incluso en la separación; es
más, nos enseña a convertir la separación en la excusa perfecta para
amar más. En realidad, todo amor necesita un espacio para no devenir
en posesión. El amor posesivo no deja espacio al otro, sino que invade su
espacio, lo ahoga, lo retiene y erosiona su autonomía. Sólo hay amor si
hay distancia, porque la distancia no es lejanía, sino un hermoso espacio
para el verdadero encuentro, un encuentro que respeta la autonomía del
otro, que teje lazos y puentes, pero no para retener o invadir, sino para
establecer relaciones enriquecedoras.
Seguimos amando a los que se nos han ido, incluso más que
cuando estaban en este mundo. De esta manera, la muerte, lejos de
separarnos de nuestros difuntos, nos unen más ellos, aunque de una
manera diferente a cuando estaban en este mundo. Su memoria debe ser
memoria agradecida y no añoranza. Porque la añoranza está fundada en
un duelo que nace del afán de posesión. Este afán de poseer o de retener
en este mundo a los que ya se han ido de él nos hace sufrir mucho, así
como también hace sufrir mucho a las almas de los que se han ido.
Es realmente difícil adaptarse a esta nueva realidad, pero es
necesario aprender a hacerlo hasta que todos crucemos el umbral de la
muerte y nos encontremos ya, renacidos, en la Vida con mayúsculas, una
vez paridos tras la muerta a esa realidad que ahora sólo podemos intuir.
Que este día de los difuntos no se quede anclado en la oscuridad de la
tumba, sino que seamos capaces de buscar a Cristo entre los vivos,
porque Él ha resucito y con él todos aquellos que se dejan coger la mano
para ser rescatados de la muerte.

 

Acción de gracias.
Oh muerte, inevitable e incómoda compañera de viaje,
silenciosa y discreta, siempre atenta a irrumpir
cuando la vida se torna frágil y quebradiza.
Oh muerte, unas veces escondida o agazapada
en los pliegues de la existencia;
otras ocultada por el miedo de los que ingenuamente se niegan
a recibir tu gélido e inevitable abrazo.
Salga de mí el pavor con el que mi boca te nombra;
brote la serena confianza de saber
que no eres meta ni fin de trayecto,
sino el umbral que nos sumerge en el Misterio eterno.
Sean tus manos como las de la matrona
que abre el vientre de este universo infinito
en el que somos gestados
y retiene por un instante nuestros cuerpos,
pero no puede arrebatarnos el alma
ni apagar el aliento de la vida
que mana del hálito divino.
Que cuando tus manos devuelvan al único dueño
los cuerpos que ayudas a parir
entre gritos de dolor y ausencia,
todo llanto se torne en alegre alabanza
por el definitivo abrazo entre nuestros alados cuerpos
y nuestras almas purificadas de toda oscuridad.

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