Domingo 34° tiempo ordinario – Solemnidad de Cristo Rey (Ciclo B)
Lectura del profeta Daniel (7,13-14)
Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo una especie de hombre. Avanzó hacia el anciano venerable y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino. Y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su poder es eterno, no cesará. Su reino no acabará.
Salmo responsorial 117
El señor reina, vestido de majestad.
El Señor reina, vestido de majestad, El Señor, vestido y ceñido de poder. ®
Así está firme el orbe y no vacila.
Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno. ®
Tus mandatos son fieles y seguros;
La santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término. ®
Lectura del libro del Apocalipsis (1, 5-8)
Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquél que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad: El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén. Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso».
Evangelio de Juan 18, 33b-37
En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» Pilato replicó: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?» Jesús le contestó: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí». Pilato le dijo: «Conque ¿tú eres rey?» Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz».
HOMILÍA
Llegamos al final del año litúrgico con la solemnidad de Cristo rey, una fiesta que pone el colofón al ciclo B y nos sitúa en la antesala del adviento. No es una solemnidad muy antigua, aunque está bien arraigada dentro del calendario cristiano. En el año 1970 el papa Pablo VI situó esta solemnidad en el último domingo del año litúrgico como culminación de todos los misterios de la fe. Supone algo así como el reconocimiento de todo el pueblo de Dios a aquel que, derramando su sangre por amor, se convirtió no solo en un profeta insuperable o en el único y eterno sacerdote, sino también en un rey singular al que merece la pena seguir. Como expresión de ese poder, la Iglesia utiliza un término que hoy puede ser difícil de entender, aunque contenga una innegable base bíblica e histórica; se trata del título de “rey”.
Ya desde el antiguo testamento podemos ver cómo el pueblo de Dios ha sido liderado por tres estamentos básicos: los sacerdotes, los profetas y los reyes. Estos oficios han sido desempeñados de diversas maneras, no todas ellas dignas de elogio. En el lienzo de la historia han quedado grabadas para siempre formas de ejercer el profetismo, el sacerdocio o la realeza que empañan la nobleza original de este servicio al pueblo de Dios y a toda la humanidad. Es por ello que, en no pocas regiones del planeta, estos oficios resulten sospechosos, cuando no en abierta en contraposición con la dignidad del ser humano. En este sentido, es lógico preguntarse sobre la oportunidad de seguir llamando a Jesús “rey” en un contexto donde la democracia se abre paso como el menos malo de los sistemas políticos posibles. Ciertamente corremos el peligro de caer en una especie de anacronismo pastoral si no traducimos adecuadamente el verdadero sentido de la realeza de Jesús, tal y como él la entendió, no como la Iglesia la ha presentado en muchas ocasiones a lo largo de la historia para justificar regímenes monárquicos no siempre justos.
Las lecturas de este domingo nos dan algunas claves para entender el sentido de la realeza de Jesús, así como para comprender mejor un término fundamental en su predicación: el “reino de Dios”. ¿En qué sentido hay que entender este “reino”? ¿Cómo es posible interpretar hoy día la realeza de Jesús sin caer en posiciones tradicionalistas o totalitarias?
En realidad, Jesús nunca se atribuyó el título de “rey”; ni tan siquiera en el relato del evangelio de Juan que escuchamos hoy reconoce directamente en este título. Jesús no se presenta como poseedor de un reino, sino como mensajero y parte del mismo. El adjetivo “mi”, referido al reino, no hay que entenderlo en sentido posesivo, sino como una pertenencia afectiva. Este adjetivo, antepuesto a un nombre propio (como es el caso de “reino”) aporta un valor afectivo o enfático más que posesivo. Todo queda mucho más claro cuando Jesús afirma que su reino “no es de este mundo”; es decir, no se rige por los parámetros organizativos mundanos, sino por la misericordia de Dios.
De hecho, en no pocas ocasiones, para referirse a sí mismo, Jesús prefirió usar el término “hijo del hombre” que popularizó el profeta Daniel. Este hijo del hombre tiene un dominio eterno, es decir, un dominio que no se reduce a este mundo, sino que lo traspasa, no sometiendo la humanidad, sino brotando desde ella como siervo. Este es un liderazgo nuevo, no impuesto jerárquicamente, sino germinando desde el barro con el que la humanidad fue moldeada por Dios.
Este liderazgo se caracteriza por un rasgo especial: el testimonio fiel. Acostumbrados como estamos a la hipocresía de los líderes de este mundo, Jesús nos ofrece la armonía de una vida coherente que iguala las palabras a los hechos. Él es el testigo fiel del que habla el Apocalipsis. No sólo es testigo, sino que también es “fiel”. Es decir, no basta con enseñar la verdad, sino que también hay que vivirla.
Jesús se presenta no como el dueño de la verdad, ni tan siquiera como su guardián, sino como su testigo. El desconcierto de Pilato ante esta forma de liderar es el desconcierto de un mundo que sigue sin entender que nadie puede atribuirse el derecho a ser dueño de la verdad: ni los profetas, ni los sacerdotes ni los reyes. Somos de la Verdad cuando asumimos que la Verdad es más que nosotros; es nuestra no porque la poseamos, sino porque es ella quien nos posee y nos atrae con lazos misteriosos. También en este caso, cuando decimos “mi verdad”, no debemos hacerlo en un sentido posesivo, sino afectivo, sintiéndonos parte de ella, sus siervos, no sus dueños. Los líderes mundanos se creen dueños de la verdad; con sus verdades agreden, dogmatizan, imponen, mienten, tiranizan… Pero con la Verdad sólo es posible amar hasta dar la vida. Por eso los poderosos (cuyo símbolo es Pilato) no entienden ni escuchan a Jesús; viven encerrados en sus pequeñas verdades, aprisionados por sus esquemas opresores e injustos.
Jesús reina para hacer reyes, profetiza para hacer profetas y celebra para forjar sacerdotes. De alguna forma es un rey que democratiza las relaciones, porque desnuda el poder de su ridículo ropaje para mostrar el tesoro que lleva dentro: el servicio. Así, reinar es servir, incluso hasta dar la vida. Sólo quien así actúa será capaz de eternizarse en la dicha sin temer a quien viene en las nubes que parece que todo lo ocultan, porque en el fondo esas nubes son el abrazo con el que Dios redime a su creación. Sólo quien sigue a este líder será capaz de ser un verdadero “rey” en este mundo, un servidor que siempre remita a quien es el principio y el fin de todo: la Palabra de la creación y la redención, el Rey eterno al que sólo cabe bendecir, alabar y dar gloria por lo siglos de los siglos.
Acción de gracias
Reinar es ensanchar la vida
para proteger lo que nos ha sido dado;
llamar “mío” a lo que nos toca el corazón
sin afán posesivo,
con la delicadeza de quien cuida
la flor más hermosa de su jardín.
Reinar es arrodillarse ante los caídos,
alfombrar con la propia vida
la senda por la que la humanidad camina;
convertir los tronos
en lechos para el descanso de los pobres,
los cetros en herramientas para hacer germinar la tierra y las coronas en adornos para que jueguen los niños. Reinar en abrir fronteras para que las tierras se abracen en su multitud de razas, lenguas y creencias.
Reinar es hacer de la palabra un arma para la paz
y de las armas, reliquias mudas y oxidadas.
Tú eres nuestro, rey, Señor.
Gracias por ofrecernos tu trono,
coronarnos con tu corona,
vestirnos con tu desnudez
y llamarnos amigos y no siervos.
Ven con tu reino, Señor.
Ven y toma posesión para siempre
de esta tierra que hoy se rinde a tu poder
enarbolando la blanca bandera de una esperanza capaz de cobijar bajo su inmaculado manto
a toda la creación.