Fiesta de la Trinidad (Ciclo A)
Éxodo 34,4b-6.8-9
En aquellos días, Moisés subió de madrugada al monte Sinaí, como le había mandado el Señor, llevando en la mano las dos tablas de piedra. El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él, proclamando: “Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Moisés, al momento, se inclinó y se echó por tierra. Y le dijo: “Si he obtenido tu favor, que mi Señor vaya con nosotros, aunque ése es un pueblo de cerviz dura; perdona nuestras culpas y pecados y tómanos como heredad tuya.”
Interleccional: Daniel 3
A ti gloria y alabanza por los siglos.
Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, / bendito tu nombre santo y glorioso. R.
Bendito eres en el templo de tu santa gloria. R.
Bendito eres sobre el trono de tu reino. R.
Bendito eres tú, que, sentado sobre querubines, / sondeas los abismos. R.
Bendito eres en la bóveda del cielo. R.
2 Corintios 13,11-13
Hermanos: Alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz. Y el Dios del amor y de la paz estará con vosotros. Saludaos mutuamente con el beso ritual. Os saludan todos los santos. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con todos vosotros.
Evangelio según San Juan 3,16-18
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
HOMILÍA
Todos los que asistimos a la Eucaristía los domingos tenemos fe en Dios. Decimos que creemos, pero si nos preguntaran a cada uno de nosotros cómo pensamos que es Dios, seguramente saldrían tantas imágenes de Dios como fieles creemos en él. Todos los creyentes de todos los tiempos se han enfrentado a este problema, porque una cosa es la imagen que tenemos de Dios y otra lo que Dios es realmente. Ejemplo de ello lo encontramos en la primera lectura, tomada del libro del Éxodo. Moisés sube de nuevo con las tablas de la Ley al monte Sinaí y allí vuelve a encontrarse con el Señor, quien le revela su propio nombre: Señor, junto con algunos adjetivos que destruyen la imagen terrorífica de un Dios justiciero, vengativo y castigador: Dios mismo dice ser: “compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. De entrada, ya tenemos aquí unos cuantos valores no sólo para entender a Dios, sino también para entendernos a nosotros mismos, pues somos imagen suya: la compasión, la misericordia, la templanza ante la tentación de la ira, la clemencia y la lealtad.
Pero si hay una imagen de Dios verdaderamente auténtica y más fiable, es la que él mismo nos trasmite, no ya desde lo alto de un monte, sino desde un pesebre, unos caminos polvorientos, un calvario o una tumba vacía. Es la imagen de la misma Palabra de Dios hecha carne, la imagen que nos trasmite Jesucristo. Tras su paso por este mundo y su regreso a la derecha del Padre, el encartado de mantener viva esa imagen es el mismo Dios. Un Dios que si al pueblo de Israel le habló desde el monte Sinaí y a los discípulos y apóstoles, que fundan el nuevo pueblo de Dios, desde los caminos de Galilea, Samaria y Judea, a nosotros nos habla a través del Espíritu que el mismo Jesús dejó en ese nuevo pueblo: La Iglesia.
¿Cuáles son los rasgos de Dios que perviven en este nuevo pueblo? Nos lo recuerda san Pablo en la segunda carta a los corintios cuando nos dice: “alegraos, enmendaos, animaos; tened un mismo sentir y vivid en paz”. Es decir, la imagen de Dios que ha de pervivir en su pueblo: la alegría, la corrección fraterna desde el ánimo mutuo, la búsqueda de un mismo sentir (no dice de un mismo pensar) y de la paz como escenario de la vida. Con ello, la Iglesia viene a cerrar el círculo trinitario al que somos invitados a participar, no como espectadores, sino como miembros de pleno derecho.
En el magnífico icono de la Trinidad de Andrei Ruvlev, el círculo en el que se encuentran los tres personajes alados que representan las tres personas de naturaleza divina (Dios comunión de amor), se encuentra incompleto porque la mesa a la que están sentados es una mesa cuadrada (símbolo del mundo en aquella época).
Ese cuarto asiento está reservado y abierto para quien contempla el icono; es decir, para nosotros, porque sabemos que un incono no es un simple cuadro hecho para ser mirado y admirado, sino una ventana a lo sagrado para ser contemplado y orado. A través de este incono, podemos no sólo dejarnos iluminar por la luz de Dios Uno y Trino, sino también “entrar” por él hacia la comunión que nos invita. De esta manera, Dios se convierte en la fuente y el cénit de nuestra unión. Esta unión unifica al mismo tiempo nuestro ser personal, haciéndonos entrar en armonía con toda la creación, y las relaciones personales. Es decir, Dios Uno y Trino nos hace vivir en permanente salida de nosotros mismos hacia la creación de la que formamos parte, pero sin anular ni diluir nuestra personalidad.
La clave de nuestra salvación es creer que lo anterior es posible, es decir: tener fe en Dios en cuanto comunión de amor que nos invita a entrar en esa misma comunión. Se trata de creer en el amor de Dios Padre que envía su Palabra (el Hijo), a través del cual nos envía también su Espíritu para guiados y protegidos por él podamos vincularnos al círculo eterno de amor que nos salva. En nuestra mano está incorporarnos a esta armonía de amor y quedarnos fuera, bien como espectadores o directamente como enemigos de todo dinamismo unificador en nosotros mismos, en nuestras relaciones personales y con la creación.