Domingo XVIII del tiempo ordinario (Ciclo C)
Lectura del libro del Eclesiastés (1, 2; 2, 21-23)
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es
vanidad! Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que
dejarle su porción a uno que no ha trabajado. También esto es vanidad y
grave desgracia. Entonces, ¿qué saca el hombre de todos los trabajos y
preocupaciones que lo fatigan bajo el sol? De día su tarea es sufrir y
penar, de noche no descansa su mente. También esto es vanidad.
Salmo responsorial 89
Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo:
“Retornad, hijos de Adán.”
Mil años en tu presencia son un ayer que pasó;
una vela nocturna. R.
Los siembras año por año, como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca. R.
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo?
Ten compasión de tus siervos. R.
Por la mañana sácianos de tu misericordia,
y toda nuestra vida será alegría y júbilo.
Baje a nosotros la bondad del Señor
y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.
Lectura de la carta a los colosenses (3, 1-5. 9-11)
Hermanos: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá
arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios; aspirad a los
bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra
vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida
nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en
gloria. En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en
vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia,
que es una idolatría. No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del
hombre viejo, con sus obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando
como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo. En este orden
nuevo no hay distinción entre judíos y gentiles, circuncisos e
incircuncisos, bárbaros y escitas, esclavos y libres, porque Cristo es la
síntesis de todo y está en todos.
Evangelio de Lucas 12, 13-21
En aquel tiempo, dijo uno del público a Jesús: “Maestro, dile a mi
hermano que reparta conmigo la herencia.” Él le contestó: “Hombre,
¿quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?” Y dijo a la gente:
“Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande
sobrado, su vida no depende de sus bienes.” Y les propuso una parábola:
“Un hombre rico tuvo una gran cosecha. Y empezó a echar cálculos: ¿Qué
haré? No tengo donde almacenar la cosecha.” Y se dijo: “Haré lo siguiente:
derribaré los graneros y construiré otros más grandes, y almacenaré allí
todo el grano y el resto de mi cosecha. Y entonces me diré a mí mismo:
hombre, tienes bienes acumulados para muchos años; túmbate, come,
bebe y date buena vida.” Pero Dios le dijo: “Necio, esta noche te van a
exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? ” Así será el que
amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios.”
HOMILÍA
“Vanidad de vanidades, todo es vanidad”. Con esta frase, a veces
tomamos conciencia de lo absurdo de la vida. En los malos momentos es
normal que todo carezca de sentido; pero incluso hay momentos felices
en los que, de repente, sin saber cómo, nos asalta un profundo pesar; en
esos momentos tomamos conciencia que todo es pasajero y que el
esfuerzo que muchas veces hacemos por lograr algo está abocado a
desaparecer más pronto o más tarde. La alegría que proporciona este
mundo tiene fecha de caducidad y por ello nuestro corazón no puede más
que preguntarse si, en realidad, tantas fatigas y esfuerzos merecen
realmente la pena. Esta es la experiencia que recoge la Biblia en el libro
del Eclesiastés, un libro para “pasotas” que nos sitúa frente al precipicio
del pesimismo.
Pero para el ser humano que cree, este mundo no lo es todo; la
esperanza de todo hombre y mujer de fe no se pone exclusivamente en
las cosas de este mundo, sino en aquello que apunta a la eternidad. Es
el sentido del Bautismo que se nos describe en el final de la carta a los
Colosenses. San Pablo nos invita a buscar los bienes “de arriba”, no los
de aquí abajo. Si no superamos al hombre viejo que nos apega a las cosas
materiales de este mundo, será el mismo proceso natural de la vida el
que nos recuerde nuestra condición de seres mortales. “Recuerda que
eres mortal”, le repetía el esclavo que le mantenía la corona al general
romano cuando entraba triunfal, aclamado por una multitud en la ciudad
eterna de Roma. Nosotros somos ese pequeño general paseado en un
carro de madera con una corona de oro en la cabeza, mientras que Dios,
que se hace esclavo, nos repite lo mismo: “recuerda que eres mortal”. Este
recordar supone aceptar la realidad, abrir los ojos y no dejarse
deslumbrar por los espejismos de este mundo, por muy hermosos que
puedan parecer.
El hombre nuevo no es aquel que renuncia a lo terreno por
estoicismo o deseo de simple mortificación, sino el que lo hace porque ha
encontrado algo mucho mejor; el que renuncia a la vieja condición
humana no es un masoquista que da la espalda a este mundo, sino el
que lo pone en su lugar. Renunciamos a la fornicación, pero no al amor
expresado ordenadamente en la sexualidad; renunciamos a la impureza
pero no a la amistad clara y limpia; renunciamos a la pasión
desenfrenada e irracional, pero no a la fe viva y pura que nos habita;
renunciamos a la codicia, pero no al uso necesario de los bienes de este
mundo para nuestra subsistencia y la de los demás; renunciamos a la
avaricia, pero no a los dones y carismas que se nos dan para compartir
con nuestros semejantes; renunciamos a la idolatría, pero no a la alegría
de adorar a Dios en el prójimo, o a través del arte o la naturaleza.
No hay nada más humano que el evangelio; por ello mismo se nos
recuerda en él que todo lo que envuelve este mundo no es esencial a él,
sino un mero adjetivo. No es que Jesucristo diera la espalda a las cosas
cotidianas, pero Él no recibió ninguna misión ni nombramiento para
cosas tan triviales, por mucho que el hombre las haya hecho importantes.
Por eso, cuando a Jesús se le plantea un problema tan habitual como el
de la herencia entre hermanos, reacciona de forma enérgica: no es su
misión; no ha venido al mundo para ser juez entre los hombres sino el
abogado que nos libre de la tiranía del mal. Por decirlo de alguna manera,
Jesús no ha venido para perder el tiempo en esas cosas. Si hay dos
hermanos que son capaces de romper su hermandad por dinero no es su
misión poner paz donde dos han decidido que haya guerra, sino tratar de
persuadir a ambos de lo ridículo e inútil que supone iniciar una guerra
por cosas tan pasajeras como el dinero.
Como siempre, la parábola explica de forma mucho más evidente
el mensaje que Jesús quiere trasmitir. Las personas nos sentimos
tranquilas y felices cuando creemos tener todo lo necesario para vivir,
pero nos olvidamos de lo esencial; y lo esencial es que de nada sirve lo
que se tiene si nos falta la vida. Las cosas de este mundo no son nuestras
dueñas, sino meras herramientas que unas veces vienen y otras se van.
El Señor de la vida es Dios; sólo Él es la fuente de la verdadera felicidad.
Lo demás, sin ser malo, no es más que un medio, una herramienta, un
canal. ¿Qué nos llevaríamos a la eternidad si esta noche se nos pidiera la
vida? ¿Qué cosas empiezan a ser realmente importantes cuando se sabe
que nos quedan unas pocas horas? La respuesta a ello es la verdad de
nuestro existir; por todo lo demás no merece la pena sufrir o llorar.
Acción de gracias.
Mi sudor; el sudor del mundo;
esas lágrimas de la piel que riegan los campos
y amasan sueños que pronto se desvanecen.
Mis obras; las obras del mundo;
como castillos de arena
destruidos sin piedad
por las olas rebeldes de los indómitos mares.
Mis rezos; los rezos del mundo,
y aún las maldiciones a dioses tan desconocidos
como necesarios;
plegarias a un viento
que enmudece sin remordimiento
hasta los más nobles deseos.
Mis riquezas; las riquezas del mundo
y sus homicidas razones
por la que los pueblos se devoren mutuamente,
desatando el monstruo cruel que llevan dentro
con tal de gozar, por un momento,
del espejismo de creerse eternos.
Qué vano es vivir
sin un horizonte de esperanza
al que abrazarse cada mañana.
Vivir pendientes de enriquecer,
sólo con nuestra presencia,
las vidas de los que tenemos más cerca,
compartiendo la riqueza de vivir ligeros de equipaje,
sabiéndose peregrinos, nunca dueños,
compañeros y amigos en un camino
que no necesita reyes ni emperadores,
sino siervos.